Читаем Círculo de espadas полностью

Ella hizo girar la barca. Detrás de ellos y a la derecha sólo había oscuridad: tierra firme. El océano se extendía delante y a la izquierda. Los animales estaban en su mayoría justo fuera de la entrada de la bahía, detenidos por los mensajes químicos que emitían los animales más grandes que se preparaban para el apareamiento; pero las luces destellaban hacia el sur y hacia el este: animales solos que flotaban en la oscuridad y parches de luz en distintos puntos, donde los animales se habían reunido en grupos.

Decidió retomar el tema del desguace. Tenía la sensación de que era menos polémico que la conducta sexual humana.

—Más que organismos individuales, son colonias.

Anna señaló con la mano el océano iluminado.

—Las diversas partes retienen mucho de su unidad original. Para ellos, desarmar no significa gran cosa. Un producto químico paraliza al animal que ha sido capturado, aunque sin infligirle un daño permanente. Entonces otro producto químico, o más probablemente una serie de productos químicos, indica a las partes que se separen unas de otras y se unan al nuevo animal.

Por lo que sabemos, así se produce la mayor parte de su desarrollo; y gracias a los experimentos sabemos que las partes conservan sus recuerdos. Cuando un seudosifonóforo se come a un pariente, incorpora el pasado del pariente. No sabemos lo grandes que pueden llegar a ser los animales, ni durante cuánto tiempo pueden llegar a vivir, ni cuánto pueden recordar. Tal vez siglos, tal vez milenios. La historia de la especie puede estar allí, flotando en el profundo océano.

Una vez más estaba pronunciando un discurso, como había hecho con respecto a los gusanos. ¿Por qué? Tal vez era el miedo. No cabía duda de que tenía miedo.

—A partir de ahora —dijo Gislason— puedo hacerme cargo de la barca. Sé adónde vamos.

Ella dejó el asiento libre y él se sentó.

<p>XIII</p>

La barca siguió rumbo al sur, bajo la lluvia. Según indicaban los instrumentos, viajaban aproximadamente paralelos a la costa, aunque ésta se encontraba fuera de la vista, envuelta en la oscuridad. Las criaturas aparecían cada vez con menor frecuencia: un resplandor azul en la oscuridad que destellaba y se desvanecía; más tarde otro resplandor verde o azul, y rara vez uno naranja. Yo soy yo. Peligro. (O «ira», tal vez.) No tengo intención de hacer daño.

Anna se quedó junto a Gislason. El techo que se extendía sobre su cabeza la protegía de la lluvia, que empezaba a amainar. Lo que caía era, como mucho, llovizna.

—Necesitamos que esa nube nos cubra —dijo Gislason—. Espero que no despeje.

—¿Por qué?—preguntó ella.

—Tenemos encima una nave enemiga, miembro, que cuenta con equipo de detección muy eficaz. Las nubes nos proporcionarán cierta protección.

Dos naves en órbita sincronizada, pensó Anna. Una de ellas había trasladado a los diplomáticos humanos. La otra había llevado a los alienígenas de pelaje gris. En las noches claras se las veía en el cielo, por encima de la estación, y sus colegas —los astrónomos aficionados y profesionales— se lo habían comentado: dos estrellas que nunca se movían. La nave hwarhath se encontraba al este, sobre el océano. La nave de la Tierra estaba encima del recinto de los diplomáticos. Se movían una en torno a otra y a la estación sin cambiar de posición.

Para ella, el comentario de él no tenía sentido. Si el equipo de los hwarhath era tan bueno, debía captar la presencia de la barca, tal vez no en la parte visible del espectro sino en algún otro punto. Después de todo, no era una estrafalaria máquina de espionaje. No estaba protegida. Sabría Dios —ella no lo sabía— qué clase de radiación emitía; pero sin duda se trataba de algo que los hwarhath estaban en condiciones de localizar, y no era posible que lo confundieran con otra cosa. Era la única barca del planeta. Echó un vistazo a su compañero. Su rostro largo y delgado quedaba iluminado desde abajo por el panel de instrumentos. Tenía un pálido brillo verde, como un ser salido de una historia de fantasmas. No era una presencia tranquilizadora. Decidió no hacer más preguntas y volvió la vista al mar.

El tiempo pasaba. Tenía mucho frío, pero se quedó en cubierta: no estaba dispuesta a dejar a Gislason a solas.

Pasaron junto a un último grupo de criaturas: individuos pequeños que seguramente tenían miedo de acercarse más a la bahía. Flotaban al costado este de la barca: una enorme mancha de luz que se elevaba y caía, cabalgando sobre las olas. Los colores las cubrieron formando ondas, casi todas azules y azul verdoso. Había destellos anaranjados y amarillos: ira, frustración, excitación, advertencia. En una ocasión, aproximadamente durante un minuto, todo el racimo se volvió de un tono rosa extraordinariamente purpúreo. ¿Qué era? No pudo leer el mensaje. ¿Era una variación del mensaje tranquilizador que las criaturas grandes se enviaban entre sí? Yo soy yo. No tengas miedo.

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