Tras lo cual cruzo los brazos sobre la mesa, apoyo sobre ellos mi cabeza y me adormezco.
El capitán Moshe vuelve una vez y otra… Al cabo del tercer día, abre la puerta de la ratonera y me señala el pasillo.
– Queda usted en libertad, doctor. Puede regresar a su casa y volver a llevar una vida normal si es que…
Recojo mi chaqueta y camino titubeando por un corredor donde oficiales en mangas de camisa y con la corbata aflojada me miran en silencio, como una horda de lobos que ve cómo se le escapa la presa que creía haber atrapado. Un guardia con tics en la cara me entrega mi reloj, mis llaves y mi cartera, me hace firmar un recibo y cierra con un golpe seco el ventanuco que nos separa. Alguien me escolta hasta la salida del edificio. Apenas salgo, la luz del día me hiere la vista. Hace buen tiempo; un sol enorme ilumina la ciudad. El ruido del tráfico me devuelve al mundo de los vivos. Me detengo un instante en lo alto de la escalinata, siguiendo con la mirada el vaivén de los coches, pautado aquí y allá por claxonazos. No abundan los transeúntes. El barrio parece descuidado. Los árboles que jalonan la calzada no dan la impresión de estar encantados de la vida y los mirones que zanganean por los alrededores parecen tan tristes como sus sombras.
Al pie de la escalinata hay un coche grande con el motor en macha. Al volante, Naveed Ronnen. Se apea y, acodado a la puerta, espera que llegue hasta él. Comprendo de inmediato que no es ajeno a mi liberación.
Frunce el ceño, cuando llego a su altura, por mi ojo tumefacto.
– ¿Te han pegado?
– Resbalé.
No lo convenzo.
– Es verdad -le digo.
No insiste.
– ¿Te dejo en tu casa?
– No sé.
– Tienes un aspecto lamentable. Debes tomar una ducha, cambiarte y comer algo.
– ¿Han mandado la cinta los integristas?
– ¿Qué cinta?
– La del atentado. ¿Se sabe ya quién es el kamikaze?
– Amín…
Retrocedo para esquivar su mano. Ya no soporto que se me toque, ni siquiera para reconfortarme.
Mis ojos enganchan los del poli y se aferran a ellos.
– Si me han soltado es porque están seguros de que mi mujer no tiene nada que ver.
– Tengo que dejarte en tu casa, Amín. Necesitas recuperar fuerzas. Es lo único que importa por ahora.
– Si me han soltado, Naveed, dilo ya… Si me han soltado es porque… ¿Qué han descubierto, Naveed?
– Que
– ¿Sólo yo?…
– Sólo tú.
– ¿Y Sihem?…
– Tienes que pagar la
– ¿Una multa? ¿Y desde cuándo está en vigor esa norma?
– Desde que los kamikazes integristas…
Lo interrumpo con el dedo.
– Sihem no es una kamikaze, Naveed. Intenta recordarlo, pues es para mí lo más importante del mundo. Mi mujer no es una asesina de niños… ¿Te ha quedado claro?
Lo dejo plantado ahí mismo y me voy sin saber dónde. Ya no tengo ganas de que me lleven a casa ni necesito que nadie me ponga la mano sobre el hombro. No quiero ver a nadie, sea del bando que sea.
La noche me pilla frente al mar, sentado sobre una roca. No tengo la menor idea de lo que he hecho durante el día. He debido de quedarme dormido en alguna parte. Mis tres días y noches de cautiverio me han extenuado. He perdido mi chaqueta. Seguro que la he olvidado sobre un banco, o quizá alguien me la haya robado. Mi pantalón tiene un manchón en la parte alta y mi camisa está salpicada de vómito. Recuerdo vagamente haber devuelto al pie de una pasarela. ¿Cómo habré podido llegar hasta esta roca sobre el mar? Lo ignoro.
Un buque transatlántico centellea mar adentro.
A mis pies, las olas se estrellan contra las rocas. Su estruendo retumba en mi cabeza como mazazos.
La brisa me refresca. Rodeo mis piernas con los brazos, hundo la barbilla entre las rodillas y escucho el rumor del mar. Lentamente, la mirada se me va embarullando, los sollozos se agolpan y atropellan en mi garganta, y una tiritera me recorre y estremece todo el cuerpo. Me tapo la cara con ambas manos y, gemido tras gemido, acabo aullando como un poseso en medio del estrépito del oleaje.
V
Alguien ha pegado un cartel en la verja de mi casa. No es exactamente un cartel, sino la portada de un diario de gran tirada. Encima de una foto grande del caos sangriento del restaurante volado por los terroristas, el titular: LA BESTIA INMUNDA VIVE ENTRE NOSOTROS. Y un artículo a tres columnas.
La calle está desierta. Una farola anémica dispensa su luz, un halo lívido que apenas sobresale del contorno de la bombilla. Mi vecino de enfrente ha corrido sus cortinas. Son apenas las diez y no hay ninguna ventana encendida.
Los vándalos del capitán Moshe no se han cortado. Mi despacho está patas arriba. Mismo desorden en mi dormitorio: colchón volcado, sábanas por el suelo, mesillas de noche y cómoda profanadas, cajones volcados en la moqueta, junto con la ropa interior de mi mujer, las zapatillas y los productos cosméticos. Han descolgado los cuadros para ver lo que había detrás. También han pisoteado una foto de familia muy antigua.
No tengo fuerzas ni valor para evaluar los daños en las demás habitaciones.