He visto cuerpos mutilados en mi vida, los he remendado por decenas; algunos estaban tan destrozados que resultaba imposible identificarlos, pero los miembros despedazados que tengo aquí mismo sobre esta mesa sobrepasan todo lo concebible. Es el horror en su absoluta fealdad… La cabeza de Sihem, extrañamente ilesa de los destrozos que han devastado el resto de su cuerpo, sobresale del lote, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, los rasgos apacibles, como liberados de su angustia… Es como si estuviese durmiendo tranquilamente y a punto de abrir los ojos para sonreírme.
Ahora sí que mis piernas flaquean, y ni la mano desconocida ni la de Naveed consiguen sujetarme.
III
He perdido a pacientes mientras los operaba. Nunca se sale indemne de ese tipo de experiencia. Pero mi sufrimiento no acababa ahí; tenía además que dar la terrible noticia a los familiares del difunto, que contenían el aliento en la sala de espera. Recordaré durante el resto de mi vida su angustiada mirada al verme salir del quirófano. Era una mirada a la vez intensa y lejana, cargada de esperanza y de miedo, siempre la misma, inmensa y profunda como el silencio que la envolvía. En ese preciso instante, perdía la confianza en mí mismo. Tenía miedo de mis palabras, del impacto que iban a producir. Me preguntaba cómo los familiares iban a acusar el golpe, en qué iban a pensar en primer lugar cuando se enteraran de que el milagro no se había producido.
Hoy me toca a mí
Derrumbado en un sillón, sigo sin pensar en nada. Tengo la cabeza envasada al vacío. Ignoro si estoy en mi despacho o en el de alguien. Veo diplomas colgados de la pared, unas persianas bajadas, sombras que van y vienen por el pasillo, pero es como si todo se moviera en un mundo paralelo del que he sido expulsado sin preaviso ni la menor consideración.
Me siento abatido, alucinado y desfondado.
No soy sino una enorme pena acurrucada bajo una chapa de plomo, que ignora si es consciente de la desgracia que le ha tocado o si ésta ya lo ha aniquilado.
Una enfermera me ha traído un vaso de agua y se ha retirado de puntillas. Naveed no se ha quedado mucho tiempo conmigo. Sus hombres vinieron a buscarle y se fue con ellos en silencio, con la barbilla hundida en el cuello. Ilan Ros ha vuelto a su guardia. No ha intentado una sola vez acercarse a consolarme. He tardado un buen rato en darme cuenta de que estoy solo en el despacho. Ezra Benhaím llegó diez minutos después de que yo saliese del depósito de cadáveres. Estaba notablemente desmejorado y se tambaleaba de agotamiento. Me abrazó y apretó con mucha fuerza. El cuajarón que tenía en la garganta le impedía dar con las palabras. Luego vino Ros y se lo llevó aparte. Los vi discutir en el pasillo. Ros le susurraba al oído y a Ezra le costaba cada vez más asentir con la cabeza. Debió pegarse de espaldas a la pared para no caer, y lo perdí de vista.
Oigo coches en el patio y puertas que se cierran. Se oyen de inmediato pasos por los corredores, envueltos en palpitaciones y gruñidos. Dos enfermeras pasan a la carrera empujando una fantasmal camilla de ruedas. Un áspero roce de suela invade el piso y se va acercando por el pasillo. Unos hombres de aspecto austero se detienen frente a mí. Se adelanta uno de ellos, paticorto y de frente despejada. Es el bruto que se quejó antes de estar cargando con un cadáver y que quería que lo ayudara a identificarlo.
– Soy el capitán Moshe.
Lo acompaña Naveed Ronnen, dos pasos atrás. Mi amigo Naveed tiene muy mal aspecto. Parece confundido pues, a pesar de sus galones de superior, ha quedado relegado a un papel de comparsa.
El capitán esgrime un documento.
– Tenemos una orden de registro, doctor Jaafari.
– ¿De registro?…
– Lo que ha oído. Le ruego que nos acompañe a su domicilio.
Intento vislumbrar algún destello en los ojos de Naveed, pero mi amigo está mirando al suelo.
Me vuelvo hacia el capitán.
– ¿Por qué mi domicilio?
El capitán dobla en cuatro el documento y se lo guarda en el bolsillo interior de la chaqueta.
– Según las primeras investigaciones, la desmembración del cuerpo de su esposa presenta las heridas características de los kamikazes integristas.
Percibo con claridad las palabras del oficial, pero no consigo darles un sentido. Algo se agarrota en mi mente, como una concha que se cerrase de repente ante una amenaza externa.
Naveed es quien me explica:
– No se trata de una bomba, sino de un atentado suicida. Todo nos lleva a pensar que quien se ha hecho volar por los aires en el restaurante es tu mujer, Amín.
La tierra se remueve bajo mis pies. Sin embargo, no me hundo. Por despecho. O por renuncia. Me niego a entender una palabra más. Ya no reconozco el mundo en que vivo.