Читаем El corazon de la serpiente полностью

Densas masas de vapor azul flotaban sobre aquella zona. Al calor del astro celeste, el ácido fluorhídrico, sumamente volátil, saturaba la atmósfera de vapores, que en forma de enormes muros avanzaban hacia las zonas de clima moderado, para condensarse allí y retornar, en cataratas, a la cálida zona ecuatorial. Presas gigantescas moderaban el impetuoso avance de esos torrentes encerrados en túneles y acueductos y empleados como fuentes de energía por las centrales eléctricas del planeta.

Campos de enormes cristales de cuarzo herían la vista con su brillo; era evidente que el silicio hacía el papel de nuestra sal en las aguas de aquel mar fluorhídrico.

En la pantalla fueron destacando a primer plano las ciudades concisamente delineadas en la fría luz azulenca. Todo lo que abarcaba la vista — a excepción de la misteriosa zona ecuatorial, envuelta en lechosas evaporaciones— parecía estar habitado y llevaba impreso el sello de la labor y la inteligencia humanas. Y eso era mucho más visible que en la Tierra, donde aún permanecían intactas las vastas áreas de los vedados, las ruinas de la antigüedad y las minas abandonadas.

El trabajo de incontables generaciones y de miles de millones de seres humanos elevábase por encima de las montañas y envolvía todo el planeta. La vida dominaba a los elementos de la naturaleza, o sea las turbulentas aguas y la densa atmósfera, bombardeada por las mortíferas radiaciones del astro azul, saturada de cargas eléctricas de fantástica potencia.

Los hombres del Telurio no podían apartar los ojos de la pantalla; y al propio tiempo acudía a su memoria el recuerdo de su propio planeta. No evocaban determinadas extensiones de campo llano o de bosque umbrío, ni tampoco el melancólico paisaje de unas montañas rocosas o la joyante vista de la soleada costa de un mar transparente, como se representaban la patria los lejanos antepasados, según el lugar donde hubieran nacido y vivido. Ante la imaginación de los tripulantes del Telurio surgía la Tierra entera con sus zonas frígidas, benignas y tórridas. El espléndido panorama de sus argentadas estepas, donde el viento campaba a sus anchas, y de sus bosques, poblados de oscuros abedules y cedros, de abedules blancos, aladas palmeras y eucaliptos gigantescos. Las costas, envueltas en la niebla, y las rocas, tapizadas de musgo, de los países septentrionales, y los arrecifes de blancos corales en el azulado resplandor de los mares tropicales. El frío y penetrante brillo de las nevadas cordilleras y el oscilante e ilusorio vaho de los desiertos. Los majestuosos ríos de ancho y lento caudal y los de aguas turbulentas, que corrían alocadas como una manada de blancos baguales, por las peñas de cauces pedregosos. La riqueza de colorido, la diversidad de flores, el cielo azul y las nubes como blancas palomas, el calor del sol, el frío de los días lluviosos, el eterno calidoscopio de las estaciones del año. Y entre todas aquellas riquezas naturales destacábase la gran diversidad de seres racionales, su belleza, su pensamiento, sus obras, sus sueños, sus fantasías, sus alegrías y sus penas, sus canciones y danzas, sus lágrimas y sus. afanes...

El mismo poderío de la labor inteligente, que asombraba por el ingenio, el arte, la fantasía, la belleza de formas, manifestábase en todo: en las casas, las fábricas, las máquinas y las naves.

¿Sería posible que aquellos seres desconocidos viesen con sus enormes ojos rasgados mucho más que los terrenos en las frías tonalidades azules de su planeta y que en la transformación de su naturaleza, más monótona que la de la Tierra, les hubiesen aventajado? Los del Telurio se decían: « Nosotros, que somos el producto de una atmósfera rica en oxígeno, cien mil veces más común en el Cosmos que cualquier otra, hemos hallado y hallaremos aún múltiples planetas donde se ofrezcan condiciones favorables para la vida; e indudablemente nos encontraremos, en otros cuerpos celestes, con seres humanos iguales que nosotros. Pero ellos, esos engendros del raro flúor, con sus extraordinarias proteínas y huesos fluóricos, con su sangre de corpúsculos azules que absorben el flúor, como nuestros glóbulos rojos el oxígeno, ¿pueden esperar hallar seres de su misma especie? »

Aquella gente veíase confinada en el limitado espacio de su planeta. Era de suponer que hacía ya mucho tiempo que andaba buscando a seres semejantes o al menos planetas con atmósferas fluóricas adecuadas a su organismo. El problema estaba en cómo hallar en los abismos del Universo unos planetas tan raros y llegar a ellos venciendo una distancia de miles de años de luz. Era de comprender su desencanto y desesperación al encontrarse — quizá no ya por primera vez— con hombres que respiraban oxígeno.

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