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Se dirigió al corral para abrirle el zaguán al viejo Esteban. Pensó también en subir al tapanco, para deshacer la cama donde él y Margarita habían pasado la noche. «Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella; pero estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto.» En eso iba pensando cuando se encontró al viejo Esteban peleándose con el becerro, metiendo sus manos como de alambre en el hocico del animal y dándole de patadas en la cabeza. Parecía que el becerro ya estaba derrengado porque restregaba sus patas en el suelo sin poder enderezarse.

Corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole de puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance. Después sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotado contra el empedrado del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer intento se quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los ojos. No sentía dolor, sólo una cosa negra que le fue oscureciendo el pensamiento hasta la oscuridad total.

El viejo Esteban se levantó ya alto el sol. Se fue caminando a tientas, quejándose. No se supo cómo abrió la puerta y se echó a la calle. No se supo cómo llegó a su casa, llevando los ojos cerrados, dejando aquel reguero de sangre por todo el camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a dormirse.

Serían las once de la mañana cuando entró Margarita en el corral, buscando a Justo Brambila, llorando porque su madre le había dicho después de mucho sermonearla que era una prostituta.

Encontró a Justo Brambila muerto.

«Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal: que estaban sucios los pesebres; que las pilas no tenían agua; que las vacas estaban re flacas. Todo le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le gustaba. Y cómo no iba a estar flaco si apenas comía. Si me la pasaba en un puro viaje con las vacas: las llevaba a Jiquilpan, donde él había comprado un potrero de pasturas; esperaba a que comieran y luego me las traía de vuelta para llegar con ellas de madrugada. Aquello parecía una eterna peregrinación.

»Y ahora ya ve usted, me tienen detenido en la cárcel y que me van a juzgar la semana que entra porque criminé a don Justo. Yo no me acuerdo; pero bien pudo ser. Quizá los dos estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de que nos matábamos uno al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta edad mía, es engañosa; por eso yo le doy gracias a Dios, porque si acaban con todas mis facultades, ya no pierdo mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi alma, pues ahi también a Él se la encomiendo.»

Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla. En los cerros azules brillaba todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la oscuridad. Esa noche no encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el dueño de la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de colores de la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los cirios, mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: «Salgan, salgan, salgan, ánimas de penas», con voz de falsete. Y las campanas estuvieron doblando a muerto toda la noche, hasta el amanecer, hasta que fueron cortadas por el toque del alba.

TALPA

Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.

Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.

Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.

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