Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, corriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: «¡Ave María Purísima!»
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: «¡Ave María Purísima!» Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mí, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
– Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habían entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos. Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
– Díganme qué quieren! -les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
– Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
– Pues sí, Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunté que si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con sus escapularios.
– No, gracias -dijeron-. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tú me conoces, verdad, Lucas Lucatero? -me preguntó una de ellas.
– Algo -le dije-. Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
– Soy, sí, pero no me robó nadie. Ésas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo…
– ¿Qué, Pancha?
– ¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criminando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
– ¿No quieren ni siquiera un jarro de agua? -les volví a preguntar.
– No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
– ¿Y qué buscan por aquí?
– Venimos a verte.
– Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
– Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
– No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? -les pregunté.
– Pues se trata de esto… Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
– Voy por los huevos -les dije.
– De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
– Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de los mil judas! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé.
Les regalé los huevos.
– ¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
– Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
– ¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.