– Entonces fue allí ni más ni menos donde me agarró el temblor ese que les digo y cuando la tierra se pandeaba todita como si por dentro la estuvieran rebullendo. Bueno, unos pocos días después; porque me acuerdo que todavía estábamos apuntalando paredes, llegó el gobernador; venía a ver qué ayuda podía prestar con su presencia. Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente, aunque se le haya caído la casa encima, queda muy contenta con haberlo conocido. ¿O no es así, Melitón?
– Eso que ni qué.
– Bueno, como les estaba diciendo, en septiembre del año pasado, un poquito después de los temblores cayó por aquí el gobernador para ver cómo nos había tratado el terremoto. Traía geólogo y gente conocedora, no crean ustedes que venía solo. Oye, Melitón, ¿como cuánto dinero nos costó darles de comer a los acompañantes del gobernador?
– Algo así como cuatro mil pesos.
– Y eso que nomás estuvieron un día y en cuanto se les hizo de noche se fueron, si no, quién sabe hasta qué alturas hubiéramos salido desfalcados, aunque eso sí, estuvimos muy contentos: la gente estaba que se le reventaba el pescuezo de tanto estirarlo para poder ver al gobernador y haciendo comentarios de cómo se había comido el guajolote y de que si había chupado los huesos y de cómo era de rápido para levantar una tortilla tras otra rociándolas con salsa de guacamole; en todo se fijaron. Y él tan tranquilo, tan serio, limpiándose las manos en los calcetines para no ensuciar la servilleta que sólo le sirvió para espolvorearse de vez en vez los bigotes. Y después, cuando el ponche de granada se les subió a la cabeza, comenzaron a cantar todos en coro. Oye, Melitón, ¿cuál fue la canción que estuvieron repite y repite como disco rayado?
– Fue una que decía: «No sabes del alma las horas de luto.»
– Eres bueno para eso de la memoria, Melitón, no cabe duda. Sí, fue ésa. Y el gobernador nomás reía; pidió saber dónde estaba el cuarto de baño. Luego se sentó nuevamente en su lugar, olió los claveles que estaban sobre la mesa. Miraba a los que cantaban, y movía la cabeza, llevando el compás, sonriendo. No cabe duda que se sentía feliz, porque su pueblo era feliz, hasta se le podía adivinar el pensamiento. Y a la hora de los discursos se paró uno de sus acompañantes, que tenía la cara alzada, un poco borneada a la izquierda, Y habló. Y no cabe duda de que se las traía.
Habló de Juárez que nosotros teníamos levantado en la plaza y hasta entonces supimos que era la estatua de Juárez, pues nunca nadie nos había podido decir quién era el individuo que estaba encaramado en el monumento aquel. Siempre creíamos que podía ser Hidalgo o Morelos o Venustiano Carranza, porque en cada aniversario de cualquiera de ellos, allí les hacíamos su función. Hasta que el catrincito aquel nos vino a decir que se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas que dijo! ¿No es verdad, Melitón? Tú que tienes tan buena memoria te has de acordar bien de lo que recitó aquel fulano.
– Me acuerdo muy bien; pero ya lo he repetido tantas veces que hasta resulta enfadoso.
– Bueno, no es necesario. Sólo que estos señores se pierden de algo bueno. Ya les dirás mejor lo que dijo el gobernador.
»La cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas. Y ya no se diga cuando entró al pueblo la música de Tepec, que llegó retrasada por eso de que todos los camiones se habían ocupado en el acarreo de la gente del gobernador y los músicos tuvieron que venirse a pie; pero llegaron. Entraron sonándole duro al arpa y a la tambora, haciendo tatachum, chum, chum, con los platillos, arreándole fuerte y con ganas al