Harume abrió el estuche laqueado y sacó una navaja larga y recta de centelleante filo acerado, un cuchillo con mango de nácar y un frasco cuadrado y esmaltado en negro con su nombre pintado en oro en la tapa. Al disponer aquellos objetos frente a ella, un temblor de miedo le atenazó la garganta. Temía el dolor, odiaba la sangre. ¿Y si alguien interrumpía la ceremonia o, lo que es peor, descubría su relación secreta y prohibida? Su vida transcurría bajo la sombra de peligrosas intrigas, y había quien quería verla deshonrada y desterrada del castillo. Pero el amor exigía sacrificio y requería del riesgo. Con manos inseguras vertió el sake en los dos cuencos: uno para ella y otro, ritual, para su amante ausente. Alzó su cuenco y apuró la bebida. Lagrimeó con la garganta abrasada, pero el potente licor la inflamó de valor y determinación. Cogió la navaja.
Con cuidadosas pasadas, Harume se rasuró el pubis por completo y dejó caer al suelo el vello cortado. Después puso a un lado la navaja y alzó el cuchillo.
Reiko, con la cara aún oculta por el velo blanco, se llevó a los labios el cuenco de sake y bebió. Repitió el proceso tres veces. A continuación, las acólitas lo rellenaron y se lo dieron a Sano. Este tomó sus tres sorbos imaginando que sentía el calor pasajero de los delicados dedos de su prometida en la madera pulida y que saboreaba la dulzura de su carmín en el borde del cuenco: un primer, si bien indirecto, contacto.
¿Sería su matrimonio, como él esperaba, la unión de dos almas afines al tiempo que una satisfacción sensual?
Un suspiro colectivo recorrió a los presentes. El
La acólita dejó a un lado el cuenco y llenó el segundo. En aquella ocasión bebió primero Sano tres veces, antes de que Reiko hiciera lo propio. Después de que les pasaran el tercer y mayor de los cuencos y se bebieran su contenido, la flauta y el tambor reanudaron la música. Sano se sentía casi superado por la alegría. Ahora él y Reiko estaban unidos en matrimonio. Pronto vería de nuevo su cara…
El contacto del filo acerado del cuchillo contra su sensible piel rasurada provocó en Harume un escalofrío. El corazón le estallaba, le temblaban las manos. Dejó el cuchillo y bebió otro trago. Después, cerró los ojos e invocó la imagen de su amante, el recuerdo de sus caricias. El humo del incienso empapó sus pulmones de aroma a jazmín. El ardor la inundó de osadía. Cuando abrió los ojos, su cuerpo estaba en reposo, su mente en calma. Cogió de nuevo el cuchillo. Cortó con lentitud el primer trazo en el pubis, justo encima de la hendidura de su femineidad.
Manó la sangre carmesí. Harume exhaló un agudo silbido de dolor; las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Pero se limpió la sangre con el extremo de su faja, volvió a beber y rasgó el siguiente trazo. Más dolor, más sangre. Once trazos más, y Harume suspiró de alivio. Lo peor estaba hecho. El siguiente paso la enlazaría a su amante de forma irrevocable.
Abrió el frasco laqueado. La cara interna del tapón llevaba incorporada una brocha con mango de bambú cuyas suaves cerdas estaban saturadas de tinta negra y brillante. La extendió con cuidado por los cortes; su fresca humedad era un bálsamo para el dolor. Con la faja ensangrentada secó la tinta sobrante, y tapó la botella. Después, con otro trago de sake, admiró su obra.
El tatuaje completo, grabado en líneas negras, era del tamaño de la uña de su pulgar y adornaba ahora sus partes íntimas: una expresión indeleble de fidelidad y devoción. Hasta que volviera a crecerle el vello, esperaba poder mantenerse a salvo y ocultar su secreto al resto de las concubinas, al personal del palacio y al sogún. Pero incluso cuando el tatuaje quedara convenientemente oculto, ella sería consciente de su presencia. Al igual que él. Atesorarían ese símbolo del único matrimonio que jamás celebrarían. Harume se sirvió otro sake, un brindis privado por el amor eterno.
Pero cuando bebió, fue incapaz de tragar. El sake se le derramó de la boca y cayó por su barbilla. Un extraño cosquilleo le recorrió los labios y la lengua; notaba la garganta atorada e insensible, como si estuviera llena de algodón. Una inquietante sensación de frío le erizó la piel. Le sobrevino un mareo. La habitación daba vueltas y las llamas de las lámparas, demasiado brillantes, danzaban ante sus ojos. Asustada, dejó caer el cuenco. ¿Qué le estaba pasando?