¿Qué vio Ramiro en mí, por qué se encaprichó de una humilde modista a punto de casarse con un funcionario sin aspiraciones? El amor verdadero por primera vez en su vida, me juró mil veces. Había habido otras mujeres antes, claro. ¿Cuántas?, preguntaba yo. Algunas, pero ninguna como tú. Y entonces me besaba y yo creía bailar al filo del desmayo. Tampoco me sería hoy difícil confeccionar otra lista con sus impresiones sobre mí, las recuerdo todas. La aleación explosiva de una ingenuidad casi pueril con el porte de una diosa, decía. Un diamante sin tallar, decía. A ratos me trataba como una niña y los diez años que nos separaban parecían entonces siglos. Anticipaba mis caprichos, colmaba mi capacidad de sorpresa con los ingenios más inesperados. Me compraba medias en las Sederías Lyon, cremas y perfumes, helados de Cuba, de chirimoya, de mango y coco. Me instruía: me enseñaba a manejar los cubiertos, a conducir su Morris, a descifrar las cartas de los restaurantes y a tragarme el humo al fumar. Me hablaba de presencias del pasado y artistas que algún día conoció; rememoraba a viejos amigos y anticipaba las espléndidas oportunidades que podrían estarnos esperando en alguna esquina remota del globo. Dibujaba mapas del mundo y me hacía crecer. A ratos, sin embargo, aquella niña desaparecía y entonces yo me erguía como mujer de una pieza, y nada le importaba mi déficit de conocimientos y vivencias: me deseaba, me veneraba tal cual era y se aferraba a mí como si mi cuerpo fuera el único amarre en el vaivén tumultuoso de su existir.