Los lectores recordarán que los nombres de dos aldeas que la expedición encontró en su camino hacia Figueira de Castelo Rodrigo nunca fueron mencionados por el narrador de la historia. Esas aldeas, tal como se encuentran descritas, fueron simples inventos necesarios para la ficción y no tenían ninguna correspondencia en la vida real. Por esto les parecerá abusivo a los amantes del rigor histórico que Salomón esté preparándose hoy para un viaje que, no siendo documentalmente el que fue, bien podría haber sido, aunque de aquél no quedara ningún registro. La vida trae muchas casualidades en el bolsillo y no se puede excluir que, en algún que otro caso, la letra haya acertado con la música. Es cierto que la Historia no dice que Salomón hubiera pisado tierras de Castelo Novo, Sortelha o Cidadelhe, pero tampoco es imposible jurar que tal no sucedió. De esa obviedad nos servimos, nosotros, la Fundación José Saramago, para idear y organizar un viaje que va a comenzar hoy en Belém, delante del monasterio de los Jerónimos, y que nos llevará hasta la frontera, allá arriba, donde sucedió lo de los coraceros austríacos que pretendían llevarle el elefante al archiduque. Que el itinerario es arbitrario, protestará el lector, pero nosotros, si nos lo permiten, preferiremos considerarlo uno de los innumerables posibles. Andaremos por ahí dos días y de lo que en ellos ocurra haremos relato. ¿Quién va? Va la Fundación en pleno, van unos pocos amigos incondicionales de Salomón, periodistas portugueses y españoles, todos buena gente. Queden en paz. Hasta nuestro regreso, adiós, adiós.
Día 18
En Castelo Novo
Hace más de treinta años escribí:Castelo Novo es una de las más conmovedoras memorias del viajero. Tal vez un día vuelva, tal vez no vuelva nunca, tal vez evite volver, porque hay experiencias que no se repiten. Como Alpedrinha, está Castelo Novo construido en la falda del monte. Desde allí hasta arriba, en línea recta, se llegaría al punto más alto de la Gardunha. El viajero no volverá a hablar de la hora, de la luz, de la atmósfera húmeda. Pide sólo que nada de esto sea olvidado mientras por las empinadas calles sube, entre las rústicas casas, y otras que son palacios, como éste, seiscentista, con su pórtico, su balconada, el arco profundo de acceso a los bajos, es difícil encontrar construcción más armoniosa. Queden, pues, la luz y la hora ahí paradas en el tiempo y en el cielo, que el viajero va a ver Castelo Novo. También escribí sobre personas concretas hace treinta años: a una viejecita que a la puerta aparece le pregunta el viajero dónde queda la Lagariça. Es sorda la viejecita, pero comprende si le hablan alto y de frente. Cuando entendió la pregunta, sonrió, y el viajero se quedó deslumbrado, porque sus dientes eran postizos, y pese a ello la sonrisa era tan verdadera, y tan contenta de sonreír, que daban ganas de abrazarla y pedirle que sonriera otra vez. De José Pereira Duarte, una de las personas más bondadosas que he conocido en mi vida, escribí que mira al viajero como quien mira a un amigo que no apareciera por allí desde hace muchos años, y toda su pena, dice, es que la mujer esté enferma, en cama: «Si no me habría gustado que viniera un poco a mi casa». Hoy estuvimos con la hija y el yerno de José Pereira Duarte, la viejecita ya no está, pero otras personas amables aparecieron en Castelo Novo y volví a salir con el mismo espíritu de hace treinta años. Si el elefante Salomón hubiera pasado por aquí, las personas que componían la comitiva sentirían lo mismo. Acogidas como éstas no se improvisan.
Día 22
Regreso