Читаем Ensayo Sobre La Ceguera полностью

Otra vida, o la misma. El niño estrábico, cuando despertó, quiso ir al retrete, tenía diarrea, algo que le sentó mal en su debilidad, pero pronto se vio que era imposible entrar allí, por lo visto, la vieja del piso de abajo había ido utilizando todos los retretes de la casa hasta no poder usarlos más, sólo por una extraordinaria casualidad, ninguno de los siete, ayer, antes de acostarse, necesitó aliviar las urgencias del bajo vientre, si no ya lo sabrían. Ahora todos las sentían, y sobre todo el pobre chiquillo, que no aguantaba más, realmente por mucho que nos cueste reconocerlo, estas realidades sucias de la vida también deben ser contempladas en un relato, con la tripa en sosiego cualquiera tiene ideas, discute, por ejemplo, si existe una relación directa entre los ojos y los sentimientos, o si el sentido de responsabilidad es consecuencia natural de una buena visión, pero cuando aprieta la barriga, cuando el cuerpo se nos desmanda de dolor y de angustias es cuando se ve el animal que somos. El patio trasero, el huerto, exclamó la mujer del médico, y tenía razón, si no fuese tan temprano nos encontraríamos a la vecina del piso de abajo, es hora de dejar de llamarle vieja como hemos venido haciendo peyorativamente, allí estaría, decíamos, agachada, rodeada de gallinas, por qué, quien hizo la pregunta seguramente no sabe nada de gallinas. Agarrándose la barriga, sostenido por la mujer del médico, el niño estrábico bajó las escaleras en ansia, mucho ha conseguido aguantar, pobrecillo, no le pidamos más, en los últimos peldaños ya desistió el esfínter de contener la presión interna, imaginen las consecuencias. Entretanto, los otros cinco bajaron como pudieron la escalera de socorro, nombre muy adecuado, si algún pudor había quedado del tiempo en que vivieron en cuarentena, ya era hora de perderlo. Dispersos por el huerto, gimiendo por el esfuerzo, sufriendo por un resto inútil de vergüenza, hicieron lo que había que hacer, también la mujer del médico, pero ésta lloraba viéndolos, lloraba por todos ellos, que ni eso parece que puedan hacer, su propio marido, el primer ciego y la mujer, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, ese niño, los veía a todos en cuclillas sobre los hierbajos, entre los troncos nudosos de las coles, con las gallinas al acecho, el perro de las lágrimas había bajado también, era uno más. Se limpiaron como pudieron, poco y mal, unos con puñados de hierbajos, otros con pedazos de teja, cualquier cosa que estuviera al alcance del brazo, en algún caso fue peor la enmienda. Subieron la escalera de socorro callados, la vecina del primero no salió a preguntarles quiénes eran, de dónde venían, adónde iban, estaría durmiendo la buena digestión de la cena, y, cuando entraron en casa, primero no supieron de qué hablar, luego, la chica de las gafas oscuras dijo que no podían quedarse en aquella situación, que ni siquiera tenían agua para lavarse, qué pena que no lloviera torrencialmente como llovió ayer, saldrían de nuevo al patio trasero, pero ahora, desnudos y sin vergüenza, recibirían en la cabeza y en los hombros el agua generosa del cielo, la sentirían resbalar por la espalda y por el pecho, por las piernas, podrían recogerla en las manos, al fin limpias, y en esa taza darle de beber al sediento, quien fuese no importaba, acaso los labios rozarían la piel antes de encontrar el agua, y, siendo la sed mucha, ávidamente irían a recoger en la concavidad las últimas gotas, despertando así, quién sabe, otra sed. A la chica de las gafas oscuras, como otras veces se ha observado, lo que le pierde es la imaginación, las cosas que se le ocurren en una situación como ésta, trágica, grotesca, desesperada. Aun así, no le falta un cierto sentido práctico, la prueba es que fue al armario de su cuarto, luego al de los padres, trajo unas cuantas sábanas y toallas, Limpiémonos con esto, dijo, es mejor que nada, y no hay duda de que fue una buena idea, cuando se sentaron a comer se sentían otros.

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