Mientras comían, la mujer del médico contó sus aventuras, de todo lo que hizo y le ocurrió, sólo calló que había dejado la puerta del almacén cerrada, no estaba muy segura de las razones humanitarias que a sí misma se había dado, en compensación contó el episodio del ciego que se había clavado el vidrio en la rodilla, todos se rieron a gusto, todos no, que el viejo de la venda negra no hizo más que esbozar una sonrisa cansada, y el niño estrábico sólo tenía oídos para el ruido que hacía al masticar. El perro de las lágrimas recibió su parte, que pronto pagó ladrando furiosamente cuando alguien de fuera empujó la puerta con violencia. Quienquiera que fuese no insistió, se decía que había perros rabiosos por las calles, para rabia ya tengo bastante con ésta de no ver dónde pongo los pies. Volvió la calma, y entonces, sosegada ya en todos la primera hambre, la mujer del médico contó la charla con el hombre que había salido de esta misma tienda para ver si llovía. Luego, concluyó, Si lo que me dijo es verdad, no podemos tener la seguridad de encontrar nuestras casas tal como las dejamos, ni siquiera sabemos si podremos entrar en ellas, hablo de aquellos que se olvidaron de llevarse las llaves cuando salieron, o que las perdieron, nosotros, por ejemplo, no las tenemos, se quedaron allí, cuando el incendio, sería imposible encontrarlas ahora entre los escombros, pronunció la palabra y fue como si estuviese viendo las llamas envolviendo las tijeras, quemando primero la sangre seca que hubiese en ellas, luego mordiéndole el filo, las puntas agudas, embotándolas, y transformándolas al cabo de un tiempo en rombos blandos, informes, deshechos, imposible creer que aquello hubiera perforado la garganta de nadie, cuando el fuego acabe su trabajo, será imposible, en la masa única de metal fundido, distinguir dónde están las tijeras y dónde están las llaves, Las llaves, dijo el médico, las tengo yo, e introduciendo con dificultad tres dedos en un bolsillo pequeño de los andrajosos pantalones, junto a la cintura, extrajo de dentro una argollita con tres llaves. Y cómo las tienes tú, si yo las había metido en mi bolso, que se quedó allí, Las saqué, tenía miedo de que pudieran perderse, creí que estaban más seguras conmigo, y era también una forma de seguir confiando en que algún día íbamos a volver a casa, Está bien eso de tener las llaves, pero puede que nos encontremos con la puerta derribada, Pueden haberlo intentado, o no, por un momento se olvidaron de los otros, pero ahora es preciso saber, de todos ellos, lo que ha pasado con sus llaves, la primera en hablar fue la chica de las gafas oscuras, Mis padres se quedaron en casa cuando la ambulancia fue a buscarme, no sé qué les habrá ocurrido luego, después habló el viejo de la venda negra, Yo estaba en mi cuarto cuando me quedé ciego, llamaron a la puerta, la dueña de la casa vino a decirme que unos enfermeros me buscaban, no era momento para pensar en llaves, sólo faltaba la mujer del primer ciego, pero ésta dijo, No sé, no me acuerdo, sabía, se acordaba, pero no quería confesar que cuando se vio ciega, expresión absurda, pero enraizada, que no hemos conseguido evitar, salió de casa gritando, llamando a las vecinas, las que estaban en casa se guardaron muy bien de acudir en su ayuda, y ella, que tan firme y capaz se había mostrado cuando la desgracia cayó sobre el marido, se comporta ahora alocadamente, abandonando la casa con la puerta abierta de par en par, ni se le ocurrió que la dejaran volver atrás, sólo un minuto, sólo cerrar la puerta y ya estoy aquí. Al niño estrábico nadie le preguntó por la llave de su casa, el pobrecillo ni de dónde vivía se acordaba. Entonces, la mujer del médico tocó levemente la mano de la chica de las gafas oscuras, Empezaremos por tu casa, que es la que está más cerca, pero antes tenemos que encontrar ropa y zapatos, no podemos andar así por la calle, sucios y rotos. Hizo un movimiento para levantarse, pero reparó en el niño estrábico, que, confortado ya, y harto, había vuelto a quedarse dormido. Dijo, descansemos, durmamos un poco, ya veremos más tarde lo que nos espera. Se quitó la falda mojada, luego, para calentarse, se acercó al marido, lo mismo hicieron el primer ciego y su mujer, Eres tú, preguntó él, ella se acordaba de su casa y sufría, no dijo Consuélame, pero fue como si lo hubiera pensado, lo que no se sabe es qué sentimiento habrá llevado a la chica de las gafas oscuras a poner un brazo sobre el hombro del viejo de la venda negra, pero el caso es que lo hizo, y así permanecieron, ella durmiendo, él no. El perro fue a tumbarse junto a la puerta, guardando el paso, es un animal áspero e intratable cuando no tiene que enjugar lágrimas.