—Por supuesto que sí —dijo Ron, interviniendo—. Yo soy su segundo. ¿Cuál es el tuyo?
Malfoy miró a Crabbe y Goyle, valorándolos.
—Crabbe —respondió—. A medianoche, ¿de acuerdo? Nos encontraremos en el salón de los trofeos, nunca se cierra con llave.
Cuando Malfoy se fue, Ron y Harry se miraron.
—¿Qué es un duelo de magos? —preguntó Harry—. ¿Y qué quiere decir que seas mi segundo?
—Bueno, un segundo es el que se hace cargo, si te matan —dijo Ron sin darle importancia. Al ver la expresión de Harry, añadió rápidamente—: Pero la gente sólo muere en los duelos reales, ya sabes, con magos de verdad. Lo máximo que podéis hacer Malfoy y tú es mandaros chispas uno al otro. Ninguno sabe suficiente magia para hacer verdadero daño. De todos modos, seguro que él esperaba que te negaras.
—¿Y si levanto mi varita y no sucede nada?
—La tiras y le das un puñetazo en la nariz —le sugirió Ron.
—Disculpad.
Los dos miraron. Era Hermione Granger.
—¿No se puede comer en paz en este lugar? —dijo Ron.
Hermione no le hizo caso y se dirigió a Harry
—No pude dejar de oír lo que tú y Malfoy estabais diciendo...
—No esperaba otra cosa —murmuró Ron.
—... y no debes andar por el colegio de noche. Piensa en los puntos que perderás para Gryffindor si te atrapan, y lo harán. La verdad es que es muy egoísta de tu parte.
—Y la verdad es que no es asunto tuyo —respondió Harry.
—Adiós —añadió Ron.
De todos modos, pensó Harry, aquello no era lo que llamaría un perfecto final para el día. Estaba acostado, despierto, oyendo dormir a Seamus y a Dean (Neville no había regresado de la enfermería). Ron había pasado toda la velada dándole consejos del tipo de: «Si trata de maldecirte, será mejor que te escapes, porque no recuerdo cómo se hace para pararlo». Tenían grandes probabilidades de que los atraparan Filch o la
—Once y media —murmuró finalmente Ron—. Mejor nos vamos ya.
Se pusieron las batas, cogieron sus varitas y se lanzaron a través del dormitorio de la torre. Bajaron la escalera de caracol y entraron en la sala común de Gryffindor.
Todavía brillaban algunas brasas en la chimenea, haciendo que todos los sillones parecieran sombras negras. Ya casi habían llegado al retrato, cuando una voz habló desde un sillón cercano.
—No puedo creer que vayas a hacer esto, Harry.
Una luz brilló. Era Hermione Granger; con el rostro ceñudo y una bata rosada.
—¡Tu! —dijo Ron furioso—. ¡Vuelve a la cama!
—Estuve a punto de decírselo a tu hermano —contestó enfadada Hermione—.
Percy es el prefecto y puede deteneros.
Harry no podía creer que alguien fuera tan entrometido.
—Vamos —dijo a Ron. Empujó el retrato de la Dama Gorda y se metió por el agujero.
Hermione no iba a rendirse tan fácilmente. Siguió a Ron a través del agujero, gruñendo como una gansa enfadada.
—No os importa Gryffindor; ¿verdad? Sólo os importa lo vuestro. Yo no quiero que Slytherin gane la copa de las casas y vosotros vais a perder todos los puntos que yo conseguí de la profesora McGonagall por conocer los encantamientos para cambios.
—Vete.
—Muy bien, pero os he avisado. Recordad todo lo que os he dicho cuando estéis en el tren volviendo a casa mañana. Sois tan...
Pero lo que eran no lo supieron. Hermione había retrocedido hasta el retrato de la Dama Gorda, para volver; y descubrió que la tela estaba vacía. La Dama Gorda se había ido a una visita nocturna y Hermione estaba encerrada, fuera de la torre de Gryffindor.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —preguntó con tono agudo.
—Ése es tu problema —dijo Ron—. Nosotros tenemos que irnos o llegaremos tarde.
No habían llegado al final del pasillo cuando Hermione los alcanzó.
—Voy con vosotros —dijo.
—No lo harás.
—¿No creeréis que me voy a quedar aquí, esperando a que Filch me atrape? Si nos encuentra a los tres, yo le diré la verdad, que estaba tratando de deteneros, y vosotros me apoyaréis.
—Eres una caradura —dijo Ron en voz alta.
—Callaos los dos —dijo Harry en tono cortante—. He oído algo.
Era una especie de respiración.
—¿La
No era la
—¡Gracias a Dios que me habéis encontrado! Hace horas que estoy aquí. No podía recordar el nuevo santo y seña para irme a la cama.
—No hables tan alto, Neville. El santo y seña es «hocico de cerdo», pero ahora no te servirá, porque la Dama Gorda se ha ido no sé dónde.
—¿Cómo está tu muñeca? —preguntó Harry
—Bien —contestó, enseñándosela—. La señora Pomfrey me la arregló en un minuto.
—Bueno, mira, Neville, tenemos que ir a otro sitio. Nos veremos más tarde...
—¡No me dejéis! —dijo Neville, tambaléandose—. No quiero quedarme aquí solo.
El Barón Sanguinario ya ha pasado dos veces.