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Le quedaba el último. Harry lo cogió y notó que era muy ligero. Lo desenvolvió.


Algo fluido y de color gris plateado se deslizó hacia el suelo y se quedó brillando.

Ron bufó.

—Había oído hablar de esto —dijo con voz ronca, dejando caer la caja de grageas de todos los sabores, regalo de Hermione—. Si es lo que pienso, es algo verdaderamente raro y valioso.

—¿Qué es?

Harry cogió el género brillante y plateado. El tocarlo producía una sensación extraña, como si fuera agua convertida en tejido.

—Es una capa invisible —dijo Ron, con una expresión de temor reverencial—.

Estoy seguro... Pruébatela.

Harry se puso la capa sobre los hombros y Ron lanzó un grito.

—¡Lo es! ¡Mira abajo!

Harry se miró los pies, pero ya no estaban. Se dirigió al espejo. Efectivamente: su reflejo lo miraba, pero sólo su cabeza suspendida en el aire, porque su cuerpo era totalmente invisible. Se puso la capa sobre la cabeza y su imagen desapareció por completo.

—¡Hay una nota! —dijo de pronto Ron—. ¡Ha caído una nota!

Harry se quitó la capa y cogió la nota. La caligrafía, fina y llena de curvas, era desconocida para él. Decía:


Tu padre dejó esto en mi poder antes de morir. Ya es tiempo de que te seadevuelto. Utilízalo bien.

Una muy Feliz Navidad para ti.


No tenía firma. Harry contempló la nota. Ron admiraba la capa.

—Yo daría cualquier cosa por tener una —dijo— Lo que sea. ¿Qué te sucede?

—Nada —dijo Harry Se sentía muy extraño. ¿Quién le había enviado la capa?

¿Realmente había pertenecido a su padre?

Antes de que pudiera decir o pensar algo, la puerta del dormitorio se abrió de golpe y Fred y George Weasley entraron. Harry escondió rápidamente la capa. No se sentía con ganas de compartirla con nadie más.

—¡Feliz Navidad!

—¡Eh, mira! ¡A Harry también le han regalado un jersey Weasley!

Fred y George llevaban jerséis azules, uno con una gran letra F y el otro con la G.

—El de Harry es mejor que el nuestro —dijo Fred cogiendo el jersey de Harry—.

Es evidente que se esmera más cuando no es para la familia.

—¿Por qué no te has puesto el tuyo, Ron? —quiso saber George—. Vamos, pruébatelo, son bonitos y abrigan.

—Detesto el rojo oscuro —se quejó Ron, mientras se lo pasaba por la cabeza.

—No tenéis la inicial en los vuestros —observó George—. Supongo que ella piensa que no os vais a olvidar de vuestros nombres. Pero nosotros no somos estúpidos... Sabemos muy bien que nos llamamos Gred y Feorge.

—¿Qué es todo ese ruido?

Percy Weasley asomó la cabeza a través de la puerta, con aire de desaprobación.

Era evidente que había ido desenvolviendo sus regalos por el camino, porque también tenía un jersey bajo el brazo, que Fred vio.

—¡P de prefecto! Pruébatelo, Percy, vamos, todos nos lo hemos puesto, hasta Harry tiene uno.

—Yo... no... quiero —dijo Percy, con firmeza, mientras los gemelos le metían el jersey por la cabeza, tirándole las gafas al suelo.


—Y hoy no te sentarás con los prefectos —dijo George—. La Navidad es para pasarla en familia.

Cogieron a Percy y se lo llevaron de la habitación, con los brazos sujetos por el jersey.


Harry no había celebrado en su vida una comida de Navidad como aquélla. Un centenar de pavos asados, montañas de patatas cocidas y asadas, soperas llenas de guisantes con mantequilla, recipientes de plata con una grasa riquísima y salsa de moras, y muchos huevos sorpresa esparcidos por todas las mesas. Estos fantásticos huevos no tenían nada que ver con los flojos artículos de los muggles, que Dudley habitualmente compraba, ni con juguetitos de plástico ni gorritos de papel. Harry tiró uno al suelo y no sólo hizo

¡pum!, sino que estalló como un cañonazo y los envolvió en una nube azul, mientras del interior salían una gorra de contraalmirante y varios ratones blancos, vivos. En la Mesa Alta, Dumbledore había reemplazado su sombrero cónico de mago por un bonete floreado, y se reía de un chiste del profesor Flitwick.

A los pavos les siguieron los pudines de Navidad, flameantes. Percy casi se rompió un diente al morder un sickle de plata que estaba en el trozo que le tocó. Harry observaba a Hagrid, que cada vez se ponía más rojo y bebía más vino, hasta que finalmente besó a la profesora McGonagall en la mejilla y, para sorpresa de Harry, ella se ruborizó y rió, con el sombrero medio torcido.

Cuando Harry finalmente se levantó de la mesa, estaba cargado de cosas de las sorpresas navideñas, y que incluían globos luminosos que no estallaban, un juego de Haga Crecer Sus Propias Verrugas y piezas nuevas de ajedrez. Los ratones blancos habían desaparecido, y Harry tuvo el horrible presentimiento de que iban a terminar siendo la cena de Navidad de la Señora Norris.

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