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—¿Y quién aparte de él tenía la llave de la puerta de atrás? —la interrumpió la cocinera levantando la voz—. ¡Siempre ha habido un duplicado de la llave colgado en la casita del jardinero, que yo recuerde! ¡Y anoche nadie forzó la puerta! ¡No hay ninguna ventana rota! Frank no tuvo más que subir hasta la mansión mientras todos dormíamos...

Los aldeanos intercambiaron miradas sombrías.

—Siempre pensé que había algo desagradable en él, desde luego —dijo, gruñendo, un hombre sentado a la barra.

—La guerra lo convirtió en un tipo raro, si os interesa mi opinión —añadió el dueño de la taberna.

—Te dije que no me gustaría tener a Frank de enemigo. ¿A que te lo dije, Dot?

—apuntó, nerviosa, una mujer desde el rincón.

—Horroroso carácter —corroboró Dot, moviendo con brío la cabeza de arriba abajo—. Recuerdo que cuando era niño...

A la mañana siguiente, en Pequeño Hangleton, a nadie le cabía ninguna duda de que Frank Bryce había matado a los Ryddle.

Pero en la vecina ciudad de Gran Hangleton, en la oscura y sórdida comisaría, Frank repetía tercamente, una y otra vez, que era inocente y que la única persona a la que había visto cerca de la mansión el día de la muerte de los Ryddle había sido un adolescente, un forastero de piel clara y pelo oscuro. Nadie más en la aldea había visto a semejante muchacho, y la policía tenía la convicción de que eran invenciones de Frank.

Entonces, cuando las cosas se estaban poniendo peor para él, llegó el informe forense y todo cambió.

La policía no había leído nunca un informe tan extraño. Un equipo de médicos había examinado los cuerpos y llegado a la conclusión de que ninguno de los Ryddle había sido envenenado, ahogado, estrangulado, apuñalado ni herido con arma de fuego y, por lo que ellos podían ver, ni siquiera había sufrido daño alguno. De hecho, proseguía el informe con manifiesta perplejidad, los tres Ryddle parecían hallarse en perfecto estado de salud, pasando por alto el hecho de que estaban muertos. Decididos a encontrar en los cadáveres alguna anormalidad, los médicos notaron que los Ryddle tenían una expresión de terror en la cara; pero, como dijeron los frustrados policías,

¿quién había oído nunca que se pudiera aterrorizar a tres personas hasta matarlas?

Como no había la más leve prueba de que los Ryddle hubieran sido asesinados, la policía no tuvo más remedio que dejar libre a Frank. Se enterró a los Ryddle en el cementerio de Pequeño Hangleton, y durante una temporada sus tumbas siguieron siendo objeto de curiosidad. Para sorpresa de todos y en medio de un ambiente de desconfianza, Frank Bryce volvió a su casita en la mansión.

—Para mí él fue el que los mató, y me da igual lo que diga la policía —sentenció Dot en El Ahorcado—. Y, sabiendo que sabemos que fue él, si tuviera un poco de vergüenza se iría de aquí.

Pero Frank no se fue. Se quedó cuidando el jardín para la familia que habitó a continuación en la Mansión de los Ryddle, y luego para los siguientes inquilinos, porque nadie permaneció mucho tiempo allí. Quizá era en parte a causa de Frank por lo que cada nuevo propietario aseguró que se percibía algo horrendo en aquel lugar, el cual, al quedar deshabitado, fue cayendo en el abandono.

El potentado que en aquellos días poseía la Mansión de los Ryddle no vivía en ella ni le daba uso alguno; en el pueblo se comentaba que la había adquirido por «motivos fiscales», aunque nadie sabía muy bien cuáles podían ser esos motivos. Sin embargo, el potentado continuó pagando a Frank para que se encargara del jardín. A punto de cumplir los setenta y siete años, Frank estaba bastante sordo y su pierna rígida se había vuelto más rígida que nunca, pero todavía, cuando hacía buen tiempo, se lo veía entre los macizos de flores haciendo un poco de esto y un poco de aquello, si bien la mala hierba le iba ganando la partida.

Pero la mala hierba no era lo único contra lo que tenía que bregar Frank. Los niños de la aldea habían tomado la costumbre de tirar piedras a las ventanas de la Mansión de los Ryddle, y pasaban con las bicicletas por encima del césped que con tanto esfuerzo Frank mantenía en buen estado. En una o dos ocasiones habían entrado en la casa a raíz de una apuesta. Sabían que el viejo jardinero profesaba veneración a la casa y a la finca, y les divertía verlo por el jardín cojeando, blandiendo su cayado y gritándoles con su ronca voz. Frank, por su parte, pensaba que los niños querían castigarlo porque, como sus padres y abuelos, creían que era un asesino. Así que cuando se despertó una noche de agosto y vio algo raro arriba en la vieja casa, dio por supuesto que los niños habían ido un poco más lejos que otras veces en su intento de mortificarlo.

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