—Por supuesto que no se equivoca —respondió la señora Weasley. Hasta los labios se le habían quedado pálidos, pero parecía decidida—. Arthur conoce a Fudge. Es su interés por los muggles lo que lo ha mantenido relegado en el Ministerio durante todos estos años. Fudge opina que carece del adecuado orgullo de mago.
—Entonces tengo que enviarle un mensaje —dijo Dumbledore—. Tenemos que hacer partícipes de lo ocurrido a todos aquellos a los que se pueda convencer de la verdad, y Arthur está bien situado en el Ministerio para hablar con los que no sean tan miopes como Cornelius.
—Iré yo a verlo —se ofreció Bill, levantándose—. Iré ahora.
—Muy bien —asintió Dumbledore—. Cuéntale lo ocurrido. Dile que no tardaré en ponerme en contacto con él. Pero tendrá que ser discreto. Fudge no debe sospechar que interfiero en el Ministerio...
—Déjelo de mi cuenta —dijo Bill.
Le dio una palmada a Harry en el hombro, un beso a su madre en la mejilla, se puso la capa y salió de la sala con paso decidido.
—Minerva —dijo Dumbledore, volviéndose hacia la profesora McGonagall—, quiero ver a Hagrid en mi despacho tan pronto como sea posible. Y también... si consiente en venir, a Madame Maxime.
La profesora McGonagall asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra.
—Poppy —le dijo Dumbledore a la señora Pomfrey—, ¿serías tan amable de bajar al despacho del profesor Moody, donde me imagino que encontrarás a una elfina doméstica llamada Winky sumida en la desesperación? Haz lo que puedas por ella, y luego llévala a las cocinas. Creo que Dobby la cuidará.
—Muy... muy bien —contestó la señora Pomfrey, asustada, y también salió.
Dumbledore se aseguró de que la puerta estaba cerrada, y de que los pasos de la señora Pomfrey habían dejado de oírse, antes de volver a hablar.
—Y, ahora —dijo—, es momento de que dos de nosotros se acepten. Sirius... te ruego que recuperes tu forma habitual.
El gran perro negro levantó la mirada hacia Dumbledore, y luego, en un instante, se convirtió en hombre.
La señora Weasley soltó un grito y se separó de la cama.
—¡Sirius Black! —gritó.
—¡Calla, mamá! —chilló Ron—. ¡Es inocente!
Snape no había gritado ni retrocedido, pero su expresión era una mezcla de furia y horror.
—¡Él! —gruñó, mirando a Sirius, cuyo rostro mostraba el mismo desagrado—.
¿Qué hace aquí?
—Está aquí porque yo lo he llamado —explicó Dumbledore, pasando la vista de uno a otro—. Igual que tú, Severus. Yo confió tanto en uno como en otro. Ya es hora de que olvidéis vuestras antiguas diferencias, y confiéis también el uno en el otro.
Harry pensó que Dumbledore pedía un milagro. Sirius y Snape se miraban con intenso odio.
—Me conformaré, a corto plazo, con un alto en las hostilidades —dijo Dumbledore con un deje de impaciencia—. Daos la mano: ahora estáis del mismo lado. El tiempo apremia, y, a menos que los pocos que sabemos la verdad estemos unidos, no nos quedará esperanza.
Muy despacio, pero sin dejar de mirarse como si se desearan lo peor, Sirius y Snape se acercaron y se dieron la mano. Se soltaron enseguida.
—Con eso bastará por ahora —dijo Dumbledore, colocándose una vez más entre ellos—. Ahora, tengo trabajo que daros a los dos. La actitud de Fudge, aunque no nos pille de sorpresa, lo cambia todo. Sirius, necesito que salgas ahora mismo: tienes que alertar a Remus Lupin, Arabella Figg y Mundungus Fletcher: el antiguo grupo.
Escóndete por un tiempo en casa de Lupin. Yo iré a buscarte.
—Pero... —protestó Harry.
Quería que Sirius se quedara. No quería decirle otra vez adiós tan pronto.
—No tardaremos en vernos, Harry —aseguró Sirius, volviéndose hacia él—. Te lo prometo. Pero debo hacer lo que pueda, ¿comprendes?
—Claro. Claro que comprendo.
Sirius le apretó brevemente la mano, asintió con la cabeza mirando a Dumbledore, volvió a transformarse en perro, y salió corriendo de la sala, abriendo con la pata la manilla de la puerta.
—Severus —continuó Dumbledore dirigiéndose a Snape—, ya sabes lo que quiero de ti. Si estás dispuesto...
—Lo estoy —contestó Snape.
Parecía más pálido de lo habitual, y sus fríos ojos negros resplandecieron de forma extraña.
—Buena suerte entonces —le deseó Dumbledore, y, con una mirada de aprehensión, lo observó salir en silencio de la sala, detrás de Sirius.
Pasaron varios minutos antes de que el director volviera a hablar.
—Tengo que bajar —dijo por fin—. Tengo que ver a los Diggory. Tómate la poción que queda, Harry. Os veré a todos más tarde.
Mientras Dumbledore se iba, Harry se dejó caer en las almohadas. Hermione, Ron y la señora Weasley lo miraban. Nadie habló por un tiempo.
—Te tienes que tomar lo que queda de la poción, Harry —dijo al cabo la señora Weasley. Al ir a coger la botellita y la copa, dio con la mano contra la bolsa de oro que estaba en la mesita—. Tienes que dormir bien y mucho. Intenta pensar en otra cosa por un rato... ¡piensa en lo que vas a comprarte con el dinero!
—No lo quiero —replicó Harry con voz inexpresiva—. Cogedlo vosotros. Quien sea. No me lo merezco. Se lo merecía Cedric.