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El cambio de la trayectoria del recorrido del asteroide se realizó en completa correspondencia con los cálculos. Víctor estaba orgulloso. Fueron recibidos de la Tierra numerosos radiogramas de felicitación. Todo el planeta se alegraba por el éxito conseguido.

¡Se había realizado una cosa grande y necesaria!

Hecho ya todo, se podía, con la conciencia tranquila, abandonar el incómodo cosmos, regresar a la Tierra, y ponerse a realizar un nuevo trabajo, no menos necesario e interesante. ¡En la patria hay miles de cosas que hacer!

A Murátov no le intranquilizaron lo más mínimo los últimos cálculos realizados esta vez por el mismo Jean Leguerier. ¡Todo estaba bien! El asteroide marchaba tal como fue calculado en la Tierra. Al llegar a Júpiter, debido a la potente fuerza de atracción del gigante del sistema solar, se dirigiría hacia Saturno, y éste a su vez, cambiaría su trayectoria encaminándolo hacia Urano. Y así sucesivamente. Los planetas se entragarian uno a otro el asteroideobservatorio como si fuera una carrera de relevos. No había ninguna necesidad de comprobar de nuevo. La escuadrilla auxiliar podría ya ayer haber salido para la patria.

Pero Murátov aunque estaba atormentado por la impaciencia comprendía perfectamente que era fundamentada y necesaria la precaución de Leguerier. En comparación con la distancia gigantesca que tenía que recorrer Mermes solo se había pasado un trayecto ínfimo. Cuatro exactas comprobaciones, según los cuatro datos observados, realizadas por cuatro matemáticos independientes uno del otro, ¡esto ofrecía una completa garantía!

Pero mañana… pero, a propósito, cuál mañana, cuando no existe ni día, ni noche, ni salida, ni puesta del Sol… dentro de dieciocho horas todo habrá terminado. Leguerier pronunciará las palabras tan esperadas: «Todo está en orden» — y Murátov podrá marcharse.

¡Por nada del mundo se retendrá aquí ni un minuto!

¡Si Murátov pudiera saber ahora que iba a estar retenido, en este lugar tan desagradable para él, tres días enteros!

¡Un acontecimiento inexplicable, inverosímil, estaba próximo, muy próximo!

Pero el futuro está oculto a las personas por la ley de la casualidad.

Sujetándose a las numerosas correas que había en la pared, manteniéndose en posición vertical gracias a un enorme esfuerzo, Murátov se dirigía lentamente hacia la sala de oficiales del satélite. Este viejo nombre, tomado del léxico de la hace tiempo desaparecida marina de guerra, se mantenía sólidamente entre los cosmonautas y a Murátov le parecía absurdo. ¡Qué sala de oficiales iba a ser cuando todos los locales que estaban contiguos al pabellón central formaban habitaciones corrientes! Claro que tenían techos transparentes que no había en los barcos, pero en los camarotes debía haber portillas y aquí, en el satélite, no había ninguna clase de ventana.

Víktor, pensando en esto, miró involuntariamente hacia arriba y, claro está, no vio otra cosa que el techo semiesférico. Los corredores no tenían paredes transparentes.

Se rió de su distracción porque en dos semanas ya se podía haber acostumbrado.

Los relojes, que marchaban por la hora terrestre, marcaban las ocho de la noche según el meridiano de Moscú. Era ya la hora de cenar. Probablemente lo esperaban ya en él comedor («Bueno, que le llamen sala de oficiales», pensó Víktor). Eran ya las ocho y un minuto, y sabía por experiencia que Leguerier y sus seis camaradas eran puntuales en todos sus actos.

Los siete miembros de la expedición, el ingeniero Weston y ocho personas de las tripulaciones de la escuadrilla auxiliar estaban «sentados» a la mesa redonda. Había sillas porque en Hermes subsistía una pequeña fuerza de gravedad. Podía uno sentarse, pero para mantenerse en la silla, y no salir volando con cualquier movimiento que se hiciera, había sido necesario poner correas al asiento.

Murátov pidió perdón por haber tardado y ocupó su lugar.

La sala de oficiales estaba situada en un extremo del enorme cuerpo discoidal del satélite artificial. El techo y la pared que daba al exterior eran transparentes. Sobre sus cabezas se extendía un cielo negro mate con innumerables estrellas. Entre ellas resplandecía un Sol cegador cuyos rayos inundaban la sala de oficiales sin que se sintiese ningún calor. Los «cristales» de plásticos no dejaban pasar los rayos infrarrojos.

Fuera del satélite estaba el panorama tenebroso de Hermes, con rocas disformes de un color grisáceo indeterminado. ¡Paisaje sin vida, que oprimía!

El observatorio cósmico, antiguo satélite artificial de la Tierra, estaba en el fondo de una depresión poco profunda. Lo rodeaban por todas partes muros de granito que se elevaban gradualmente. El horizonte estaba limitado por un círculo de trescientos metros de diámetro, y como el del satélite era de cien metros, ante los ojos existía un «mundo exterior» ínfimo.

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