Marina no se decidió a contestar en el mismo idioma. Stone le había recomendado un cuidado extremo. Guianeya podía haber pronunciado estas dos palabras españolas sin querer, sin darse cuenta. Desde por la mañana estaba agitada y no tenía dominio de sí misma.
— No lo sé — respondió Marina en el idioma de Guianeya —. Pienso que no han venido otros pasajeros. Esta nave tenía una tarea especial, era sólo para la expedición.
La insistencia de Guianeya cada vez asombraba más a Marina. ¿Para qué necesitaba saber tales detalles?
El cohete de aterrizaje descendió no lejos de la estación. Acercaron la escalera y uno tras otro descendieron todos los pasajeros. Se les veía perfectamente.
— Ahora mismo vengo — dijo Murátov —. Espérenme en este mismo sitio.
Fue al encuentro de Serguéi.
Marina observó que Guianeya contaba para sí a los que salían del cohete. Cuando salió el décimooctavo, el último pasajero, respiró con satisfacción. Parecía como si a la muchacha de otro mundo la alarmara la pregunta: ¿si todos habían regresado de la Luna?
¡Qué raro! ¿Era posible que sólo para esto, para convencerse por sí misma, había venido aquí?
Murátov y Sinitsin se encontraron en la mitad del camino y se abrazaron. — ¿Qué — dijo Víktor — otra vez nada?
– ¡Como ves! — contestó Serguéi con un tono de insatisfacción.
– ¿Qué, debo verlo por tu cara?
— Ya estás enterado — Sinitsin no se rió de la broma de su amigo, su cara permanecía sombría.
Murátov miraba atentamente a su amigo.
— Stone ha dicho que esta expedición es la última.
— Lo sé. Y no estoy de acuerdo con su decisión.
— Os ha venido a recibir Guiancya — dijo Murátov, seguro de que esto asombraría a Sinitsin.
Pero se equivocó. En la cara de Serguéi no se reflejó nada ante esta noticia.
– ¿Para qué tenía necesidad de esto? — preguntó con indiferencia sin interesarle la respuesta.
— Historia enigmática —. Murátov le contó brevemente los últimos acontecimientos relacionados con Guianeya.
Sinitsin seguía indiferente.
— Sobre esto es necesario pensar — fue lo único que dijo Sinitsin —. No hables conmigo de Guianeya. Me irrita incluso el sonido de ese nombre. Yo no conozco la causa de su silencio, pero cuando pienso lo poco que le costaría si quisiera…
Stone se acercó a los recién llegados.
– ¿Dónde te has hospedado? — preguntó apresuradamente Sinitsin —. ¡Bien! Te iré a ver hoy por la tarde, cerca de las ocho. Entonces hablaremos detalladamente de todo.
Ahora, perdóname, no tengo tiempo.
Murátov se marchó.
Aunque no había participado en ninguna de las seis expediciones le disgustaba el fracaso de los camaradas, ya que con Serguéi había calculado la trayectoria de los satélitesexploradores y llegado a la conclusión de que los satélites se encontraban en la Luna, en la región del cráter Tycho. ¡Y el sexto fracaso seguido! ¿No habría habido un error?
¡No, no es posible esto! Los cálculos más de una vez los comprobaron otras personas.
¡Los satélites están en la Luna!
¿Por qué entonces no se les puede encontrar?
Murátov comprendía el estado de irritación de Serguéi y su antipatía hacia Guianeya.
Era la persona que con una sola palabra podía solucionar el enigma. ¡Tenía que saberlo!
¡Lo sabía! Y callaba, observando con indiferencia los vanos esfuerzos de las personas de la Tierra. Esto, en realidad podía provocar no sólo la antipatía, sino también el odio de aquellas personas que perdían sus años en vano.
Murátov comprendía esto pero no podía ponerse en contra de Guianeya. Le gustaba y era simpática a pesar de todo. Insistentemente pensaba que la causa del silencio de Guianeya consistía en su educación, en los puntos de vista y conceptos de su mundo.
Probablemente no comprendía lo que querían de ella las personas de la Tierra.
La conversación entre Marina y Guianeya, que había escuchado hacía unos minutos, demostraba incontrovertiblemente que a Guianeya le interesaban los resultados de las expediciones lunares. No por casualidad se encontraba precisamente hoy en Selena.
¡Lo sabe, lo sabe todo!
Se dirigió lentamente hacia las dos muchachas que estaban donde las había dejado, esperándole, por lo que se veía, con el consentimiento de Guianeya.
Le vino a la cabeza una idea inesperada que le obligó a detenerse instantáneamente.
«¿Qué pasaría si se lo preguntara directamente a Guianeya? Mi presencia la ha alegrado, me trata no como a otras personas. Las palabras españolas que he pronunciado las ha recibido como si las esperara de mí, e incluso no ha intentado fingir que no las comprendía. ¿Arriesgarse?»
Sentía que era en vano hacerse esta pregunta, que la decisión ya la había tomado.
Ninguna fuerza le detendría y nada le haría esperar. Stone y el consejo científico eran extremadamente cautelosos. ¿Qué podía ocurrir de malo? Que no contestara, y nada más.
«¡Eh! ¡Que pase lo que pase!», pensó Murátov.