Читаем La piel del tambor полностью

– Me sentí muy vacía y muy sola -prosiguió por fin-. Peor que en la clínica. Entonces hice una maleta y vine aquí… Pencho nunca lo entendió. Sigue sin entenderlo aún.

Quart respiró despacio cinco, seis veces. Ella parecía aguardar un comentario por su parte.

– Por eso le hace daño -dijo al fin. Ahora tampoco era una pregunta.

– ¿Daño?… Nadie puede hacerle daño a él. Su egoísmo y sus obsesiones están blindados. Pero sí puedo hacerle pagar un alto precio social: esta iglesia, su prestigio como financiero y su orgullo como hombre. Sevilla pasa muy fácilmente del aplauso a los silbidos… Hablo de mi Sevilla, ésa a cuyo reconocimiento aspira Pencho. Y pagará por ello.

– Su amiga Gris sostiene que usted aún lo ama.

– A veces ella habla demasiado -rió de nuevo, con idéntica amargura- Quizá el problema resida en que lo amo. O en lo contrario. De un modo u otro, eso no cambiaría nada.

– ¿Y yo?… ¿Por qué me cuenta todo esto?

La luna miraba a Quart. Dos discos blancos. Opaca.

– No lo sé. Ha dicho que se va, y de pronto eso me incomoda -estaba ahora tan cerca que cuando llegó otro soplo de brisa sus cabellos rozaron la cara de Quart-. Tal vez a su lado me siento menos sola; parece que encarne, a pesar de sí mismo, esa imagen atávica que siempre tuvo el sacerdote para buena parte de las mujeres: alguien fuerte y sabio en quien confiar, o a quien confiarse… Tal vez sean su traje negro y ese alzacuello, o quizá el hecho de que es, también, un hombre atractivo. Puede que su venida de Roma, y lo que representa, atraiga mi interés. Quizá yo sea su Vísperas. Puede que intente ganarlo para mi causa, o simplemente intente infligir una nueva y más retorcida ofensa al honor de Pencho… También podría tratarse de algunas o todas esas cosas a la vez. En lo que se ha convertido mi vida, el padre Ferro y usted son los extremos de un terreno tranquilizador: opuestos y complementarios.

– Por eso defiende esa iglesia -concluyó Quart-. La necesita tanto como los otros.

Ella había alzado los brazos, levantándose hasta la nuca el cabello recogido en las manos. Su cuello era una línea suave y oscura desde los lóbulos de las orejas hasta el nacimiento de los hombros.

– Quizá también usted la necesita más de lo que cree -abrió las manos y el cabello se derramó en una cascada negra, ocultándole cuello y hombros-… En cuanto a mí, no sé lo que necesito. Quizá esa iglesia, como dice. Tal vez un hombre apuesto y silencioso que me haga olvidar; o que me otorgue, al menos, el don de la indiferencia. Y otro, anciano y sabio, que me absuelva de buscar mi propio olvido. ¿Sabe una cosa?… Hace un par de siglos era una suerte ser católica. Eso lo solucionaba todo: bastaba sincerarse con un cura y esperar. Ahora ni siquiera ustedes los curas creen en sí mismos. Hay una película, Jennie… ¿Le gusta el cine?… En un momento del diálogo, Joseph Cotten, el pintor protagonista, le dice a Jennifer Jones: «Sin ti estoy perdido». Y ella responde: «No digas eso. No podemos estar perdidos los dos»… ¿Está usted tan perdido como parece, padre Quart?

Se volvió hacia ella dejando la chaqueta abandonada en la ventana, sin una respuesta en los labios. Y la luna se reía de él con su doble reflejo pálido. Y se preguntó cómo era posible que una boca de mujer sonriese burlona y tierna al mismo tiempo, tan desvergonzada y tan tímida, y tan cercana. Y en el momento en que iba a abrir la suya, dispuesto a decir algo que todavía ignoraba, un reloj cercano dio sobre los tejados once campanadas, y Quart se dijo que, sin duda, el Espíritu Santo acababa de finalizar su turno de guardia. Sangre de Dios. Alzó una mano en dirección al rostro de mujer -la mano herida- pero tuvo el dominio suficiente para detenerla a medio camino. Entonces, incapaz de establecer si era decepción o alivio lo que sentía, vio que don Príamo Ferro se hallaba en la puerta, y los miraba.

– Demasiada luna -comentó el padre Ferro. Estaba de pie junto al telescopio, observando el cielo-. No es buen momento para trabajar.

Macarena se había ido escaleras abajo, dejándolos solos en el palomar. Quart se inclinó a cerrar el baúl de Carlota antes de quedarse inmóvil, atento a la pequeña y reseca figura que le daba la espalda, tan oscura en su sotana negra.

– Apague la luz -dijo el párroco.

Obedeció Quart, y los lomos de los libros, y el baúl de Carlota, y el grabado de la Sevilla del XVII que había en la pared, se fundieron en negro. Ahora la silueta de la ventana parecía más compacta y vigorosa. La noche reforzaba en ella una cualidad singular, hecha de sombras.

– Quiero hablar con usted -dijo Quart-. Dejo Sevilla.

El padre Ferro no hizo ningún comentario. Seguía quieto mirando el cielo, recortado por un escorzo de luna en el arco de la ventana.

– Berenice -dijo por fin-. Puedo ver la cabellera de Berenice.

Quart anduvo hasta situarse a su lado. El telescopio quedaba entre ambos, apuntado al cielo.

– Esas trece estrellas -añadió el padre Ferro-. Al noroeste. Ella ofrendó los cabellos para lograr la victoria de sus ejércitos.

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