Читаем La Torre de Wayreth полностью

A Raistlin se le encogió el corazón en el pecho. Lanzó un grito ahogado, pues le faltaba el aire. Fistandantilus apretó con más fuerza y el corazón de Raistlin dejó de latir. No podía respirar. Empezó a ver unos puntos negros cegadores y sintió que se caía.

Fistandantilus aflojó un momento la presión.

El corazón de Raistlin dio un salto, transido de dolor, y el hechicero pudo tomar aire. Fistandantilus volvió a apretar el puño y Raistlin lanzó un grito de dolor, antes de caer al suelo. El viejo se arrodilló a su lado y apretó el colgante contra su corazón.

El miedo, puro y amargo, se apoderó de Raistlin. Se le secó la boca, se le agarrotaron los músculos de los brazos, sintió un líquido caliente y desagradable en la garganta. El miedo lo aplastaba, le arrebataba las fuerzas y lo dejaba confundido y tembloroso. No temía la muerte. De naturaleza débil y delicada, había luchado contra la muerte desde el mismo momento en que había nacido. La muerte no le parecía digna de temer. Ni siquiera en ese momento, pues sería mucho más fácil cerrar los ojos sin más y dejar que la oscuridad apaciguadora se posase sobre él.

No temía la muerte. Temía el olvido.

Fistandantilus se apoderaría de él. Devoraría su alma, la tragaría y la digeriría. Su cuerpo seguiría viviendo, pero él no lo haría. Y nadie notaría la diferencia. Al final, sería como si él jamás hubiera existido.

—Adió, Raistlin Majere...

Raistlin nadaba en un océano, luchaba por mantenerse a flote, pero estaba atrapado en El Remolino y no había escapatoria posible. Las aguas encarnadas como la sangre lo arrastraban, lo hundían.

—¡Caramon! ¿Dónde estás? —gritó Raistlin—. ¡Caramon, te necesito!

Sintió que unos brazos lo agarraban y, por un instante, se sintió aliviado. Entonces se dio cuenta de que aquel brazo no era el brazo musculoso de su hermano. Era el brazo huesudo de Fistandantilus, que agarraba a su víctima para acercársela, preparado para chuparle la última gota de vida. Fistandantilus abrió los dedos de Raistlin y cogió el orbe. Lo sostuvo delante de sí y se echó a reír.

Horrorizado, Raistlin vio que su propio rostro reía delante de él. Los ojos eran sus ojos, las pupilas tenían forma de reloj de arena. La mano que sujetaba el Orbe de los Dragones era su mano. La luz del bastón, que cada vez brillaba con menos intensidad, bañaba su piel dorada. Los huesos delicados, las líneas azules de sus venas; todo era suyo.

Estaba perdiéndose a sí mismo, desapareciendo en la nada.

La furia estalló en el interior de Raistlin. Estaba demasiado débil para utilizar su magia. Los hechizos se retorcían como serpientes en su cabeza y huían sin que él pudiera atraparlos. Pero contaba con otra arma, el arma que todo mago podía utilizar cuando todas las demás le han fallado.

Raistlin dio un golpe de muñeca y la daga de plata que llevaba sujeta al antebrazo se deslizó en su palma. Cerró el puño tembloroso alrededor del mango y, con las últimas fuerzas que le quedaban, rodeó a Fistandantilus con el brazo y lo atrajo hacia sí. Le clavó la daga. Raistlin sintió que la hoja se hundía en la carne y arañaba el hueso con un sonido estremecedor. Había tocado una costilla. Sacó la daga. La sangre, cálida y viscosa, le pringaba los dedos.

Fistandantilus se estremeció y lanzó un gruñido de sorpresa, pues en un primer momento no comprendió qué pasaba. Cuando el dolor lo golpeó con toda su fuerza, se dio cuenta de lo que sucedía. Su rostro, que era el rostro de Raistlin, se deformó en una mueca agónica. Los ojos del reloj de arena se oscurecieron, velados por el dolor y la ira. Raistlin no le había dado un golpe mortal a su enemigo, pero había ganado un tiempo precioso. Apenas le quedaban fuerzas. Tenía una oportunidad más y ésa sería la última. Sin saberlo, Fistandantilus lo ayudó, pues torció el cuerpo para arrebatarle la daga.

Raistlin volvió a clavar la hoja. Fistandantilus lanzó un grito, pero era la voz de Raistlin la que gritaba. Raistlin vio su propio rostro deformado por la cercanía de la muerte. Se estremeció y cerró los ojos antes de hundir más la daga. Giró la hoja en las profundidades de la carne.

Fistandantilus se desplomó entre espasmos. Raistlin soltó la daga, sentía la mano demasiado débil y temblorosa para seguir sosteniéndola. El arma se quedó hundida en la túnica negra hasta la empuñadura.

Raistlin tomó aire con esfuerzo y se vio morir a sí mismo. De repente se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo para actuar. Cogió el colgante de piedra que todavía descansaba sobre su pecho y lo apretó sobre el corazón del hechicero moribundo.

Raistlin sintió algo extraño, la sensación de que ya había hecho eso antes. Era una sensación poderosa e inquietante. Desechó ese sentimiento y siguió apretando la piedra contra el corazón. Notó que sus propias fuerzas volvían a él, que su propio ser regresaba a su cuerpo y, junto a él, los conocimientos, la sabiduría y el poder del archimago.

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Андрей Боярский

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