Читаем La Torre de Wayreth полностью

El cartel apenas tenía color pero, iluminado por la luz del bastón, Raistlin pudo distinguir el dibujo de un hechicero riéndose mientras bebía cerveza de un sombrero puntiagudo. A Raistlin le recordó al viejo hechicero Fizban, ya senil, que siempre llevaba, y continuamente perdía, un sombrero muy parecido a aquél.

El recuerdo le hizo sentirse incómodo y Raistlin lo borró rápidamente. Se acercó a la puerta y la empujó. La hoja chirrió sobre los goznes oxidados y se abrió lentamente. Raistlin estaba a punto de entrar, pero sintió que alguien lo observaba. Se dijo que eso no era más que una tontería, pues nadie en su sano juicio iba a aquella parte de la ciudad. Sólo para asegurarse, echó un vistazo a la calle. No vio a nadie y ya estaba a punto de entrar en la taberna cuando, por casualidad, levantó la vista hacia el cartel. Los ojos pintados del hechicero estaban clavados en él. Mientras lo miraba, le hizo un guiño.

A Raistlin lo recorrió un escalofrío. De repente pensó que si fracasaba, aquél sería el lugar en el que iba a morir, y nadie sabría jamás lo que le había sucedido. No encontrarían su cuerpo. Moriría y sería olvidado, un pequeño canto arrastrado por las aguas del río del tiempo.

—No seas idiota —se reprendió Raistlin a sí mismo. Se quedó mirando el cartel—. No ha sido más que un efecto de la luz.

Entró rápidamente en la posada abandonada y cerró la puerta tras de sí. Fistandantilus no había dejado de increparlo.

—¡Yo lancé la maldición de Rannoch! Soy yo el Señor del Pasado y el Presente. Tú no eres nadie, no eres nada. Sin mí, no habrías superado la Prueba de la Torre.

—Sin mí —replicó Raistlin—, estarías perdido y a la deriva en la vastedad del universo, serías una voz sin boca, un grito que nadie podría oír.

—Tú has aprovechado mis conocimientos —se defendió Fistandantilus—. ¡Te he alimentado con mi poder!

—Fui yo quien pronunció las palabras que sojuzgaron el Orbe de los Dragones —repuso Raistlin.

—¡Yo te dije cuáles eran esas palabras! —argumentó Fistandantilus.

—Es cierto —convino Raistlin—, y al mismo tiempo querías destruirme. Esperarás hasta que mi energía te dé fuerza y entonces la utilizarás para matarme. Tu plan consiste en convertirte en mí. No permitiré que eso suceda.

Fistandantilus se echó a reír.

—¡Mis manos envuelven tu corazón! Estamos unidos. Si me matas, morirás.

—No estoy tan seguro de eso. De todos modos, no voy a correr el riesgo. No tengo intención de matarte.

Se sentó en un banco cubierto de polvo. El interior de la posada se conservaba prácticamente como había sido siglos antes, cuando era una taberna muy conocida en la que los hechiceros y sus discípulos gustaban de reunirse. No había una barra, pero sí mesas rodeadas por cómodas sillas. Raistlin había imaginado que la habitación estaría llena de telarañas y tomada por las ratas pero, por lo visto, incluso las arañas y los roedores evitaban vivir bajo la sombra de la torre, pues la capa de polvo era gruesa y no presentaba ni una sola huella. En una pared había un mural en el que se veía a los tres dioses de la magia brindando con sendas jarras de espumosa cerveza.

Raistlin paseó la mirada por las mesas y las sillas vacías, y se imaginó a los hechiceros sentados a ellas, riendo, contándose anécdotas y discutiendo sobre su trabajo. Raistlin se vio a sí mismo sentando entre ellos, debatiendo con sus colegas. Lo habrían aceptado por lo que era, en vez de injuriarlo. Lo habrían querido, admirado, respetado.

Pero la realidad era que estaba solo en la oscuridad, con un espectro maligno por toda compañía.

Raistlin dejó el Bastón de Mago sobre la mesa para que derramara su luz blanca y pura sobre la superficie. Cuando se sentó, se elevó una nube de polvo, y Raistlin estornudó y tosió. Cuando el ataque de tos por fin hubo pasado, sacó el orbe de su bolsa y lo colocó sobre la mesa.

Fistandantilus se había quedado callado. Raistlin ya no podía seguir ocultando sus pensamientos al viejo, pues debía concentrarse con todas sus fuerzas en dominar el Orbe de los Dragones. Fistandantilus había reconocido el peligro en que se hallaba y estaba buscando el modo de salvarse.

Raistlin acomodó el Orbe de los Dragones en la mesa, de forma que no rodara hasta caer al suelo. De otra bolsa, sacó un soporte de madera toscamente tallado que él mismo había hecho en aquella época en que viajaba por todo Ansalon en carro, con Caramon y los demás.

Por aquel entonces, Raistlin había sido feliz, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo. Él y su hermano habían redescubierto algo de su antigua camaradería y habían recordado sus días de mercenarios, cuando sólo eran ellos dos, con el acero y la magia para sobrevivir.

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