Para Iolanthe, el Templo de Takhisis resultaba desazonador incluso a plena luz del día. No era que la luz del día lograra penetrar en el interior del edificio, pero al menos el pensamiento de que el sol lucía en algún sitio la ayudaba a sentirse mejor. Alguna vez Iolanthe se había visto obligada a recorrer los salones del templo después del anochecer y la experiencia no le había sido grata. Los peregrinos oscuros, esos clérigos dedicados a la adoración de la Reina Oscura, llevaban a cabo sus ritos impíos en las horas de oscuridad. Iolanthe no podía decir, ni mucho menos, que ella misma no tuviera las manos manchadas de sangre, pero al menos le bastaba con lavárselas después. No se bebía la sangre.
Ésa no era la única razón por la que Iolanthe se alegraba de tener un escolta armado. El Señor de la Noche la detestaba y habría disfrutado mucho viéndola enterrada en la arena, mientras las águilas le sacaban los ojos y las hormigas devoraban su cuerpo. Estaba a salvo, al menos por el momento. Ariakas la cubría con su enorme mano.
Al menos por el momento.
Iolanthe era consciente de que el emperador acabaría cansándose de ella. Entonces, esa misma mano la aplastaría o, lo que era mucho peor, la despediría con un gesto indiferente. Pero no creía que el momento en que quisiera librarse de ella hubiera llegado todavía. Aunque así fuera, Ariakas no la dejaría a merced de los clérigos oscuros. La desconfianza y el desprecio que sentía por el Señor de la Noche eran mutuos. Más bien, Ariakas era del tipo de los que simplemente la estrangularían.
—¿Qué os trae al templo a estas horas, señora? —preguntó Slith—. No habréis venido al servicio de la Vigilia Oscura, ¿verdad?
—¡Por todos los dioses, no! —exclamó Iolanthe con un escalofrío—. El Señor de la Noche me ha mandado llamar.
Un peregrino oscuro la había despertado en plena noche, gritando bajo la ventana de su casa, que se encontraba encima de una tienda de hechicería. El clérigo no estaba dispuesto a rebajarse llamando a la puerta de un hechicero, así que decidió ponerse a gritar en medio de la calle. Despertó a todos los vecinos, que abrieron las ventanas, listos para vaciar el contenido de sus bacinillas sobre quien estuviera armando tal escándalo. Al distinguir la túnica negra de un clérigo de Takhisis y oírle invocar el nombre del Señor de la Noche, los vecinos habían vuelto a cerrar las ventanas, seguramente para esconderse acto seguido debajo de la cama.
El peregrino oscuro no esperó para acompañarla. Tras cumplir su misión, se marchó apresuradamente antes de que Iolanthe tuviera tiempo de vestirse y averiguar qué estaba pasando. Era la primera vez que el Señor de la Noche la convocaba en el Templo de Takhisis, y la novedad no le gustaba nada. No le había quedado más remedio que recorrer las peligrosas calles de Neraka, sola y de noche. Había conjurado una bola de intensa luz y la había llevado chisporroteando en la palma de la mano. No era un hechizo complicado, pero sí muy llamativo, y dejaba bien claro que se trataba de una practicante de magia. Los criminales que vagaran por la calle se darían cuenta rápidamente de que no era una víctima fácil y se apartarían de su camino.
Apenas se veía a nadie en las calles, pues la mayor parte de las tropas estaba combatiendo en la guerra de la Reina Oscura. Por desgracia, los soldados que permanecían en Neraka estaban de un humor más bien hosco. Se había extendido el rumor de que la guerra de Takhisis, que ya se había dado por ganada, no iba tan bien como se creía.
Un grupo de cinco soldados con la insignia del Ejército Rojo se había quedado observándola cuando cruzó el callejón en el que los hombres compartían una jarra de aguardiente enano. La habían llamado para que se uniera a ellos. Cuando Iolanthe los ignoró con aire arrogante, dos de ellos se mostraron decididos a abordarla. Otro soldado, que no estaba tan borracho, se dio cuenta de que era la bruja de Ariakas y, después de una acalorada discusión, habían decidido dejarla en paz.
El simple hecho de que hubieran insultado a la amante de Ariakas ya era un mal presagio. En los primeros y victoriosos días de guerra, aquellos mismos soldados no se habrían atrevido siquiera a pronunciar el nombre de Ariakas, mucho menos a hacer comentarios groseros sobre su valor o a ofrecerle a Iolanthe la oportunidad de descubrir lo que era «un hombre de verdad» en la cama. Para Iolanthe no suponían ningún peligro. Si la hubiesen atacado, los cinco soldados se habrían convertido en cinco montoncitos de cenizas grasientas en medio de la calle. Pero le pareció muy revelador conocer el ánimo mudable de las tropas. La Señora de los Dragones Kitiara estaría muy interesada en saberlo. Iolanthe se preguntó si Kit ya habría vuelto de Flotsam.