Читаем Marina полностью

– No estoy enfadada contigo, ¿me oyes? -dijo. Es que me ha sorprendido verte aquí, así, sin avisar. Todos los lunes acompaño a Germán al médico, al hospital de San Pablo, por eso estábamos fuera. No es un buen día para visitas.

Estaba avergonzado.

– No volverá a suceder prometí.

Me disponía a explicarle a Marina la extraña aparición que había creído presenciar cuando ella se rió sutilmente y se inclinó para besarme en la mejilla. El roce de sus labios bastó para que se me secase la ropa al instante. Las palabras se me perdieron rumbo a la lengua. Marina advirtió mi balbuceo mudo.

– ¿Qué? preguntó.

La contemplé en silencio y negué con la cabeza.

– Nada.

Enarcó la ceja, como si no me creyese, pero no insistió.

– ¿Un poco más de caldo? -preguntó, incorporándose.

– Gracias.

Marina tomó mi tazón y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me quedé junto al hogar, fascinado por los retratos de la dama en las paredes. Cuando Marina regresó, siguió mi mirada.

– La mujer que aparece en todos esos retratos… -empecé.

– Es mi madre dijo Marina.

Sentí que invadía un terreno resbaladizo.

– Nunca había visto unos cuadros así. Son como… fotografías del alma.

Marina asintió en silencio.

– Debe de tratarse de un artista famoso -insistí. Pero nunca había visto nada igual.

Marina tardó en responder.

– Ni lo verás. Hace casi dieciséis años que el autor no pinta un cuadro. Esta serie de retratos fue su última obra.

– Debía de conocer muy bien a tu madre para poder retratarla de ese modo -apunté.

Marina me miró largamente.

Sentí aquella misma mirada atrapada en los cuadros.

– Mejor que nadie -respondió. Se casó con ella.

<p>Capítulo 8</p>

Esa noche, junto al fuego, Marina me explicó la historia de Germán y del palacete de Sarriá. Germán Blau había nacido en el seno de una familia adinerada perteneciente a la floreciente burguesía catalana de la época. A la dinastía Blau no le faltaban el palco en el Liceo, la colonia industrial a orillas del río Segre ni algún que otro escándalo de sociedad. Se rumoreaba que el pequeño Germán no era hijo del gran patriarca Blau, sino fruto de los amores ilícitos entre su madre, Diana, y un pintoresco individuo llamado Quim Salvat. Salvat era, por este orden, libertino, retratista y sátiro profesional. Escandalizaba a las gentes de buen nombre al tiempo que inmortalizaba sus palmitos al óleo a precios astronómicos. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que Germán no guardaba parecido ni físico ni de carácter con miembro alguno de la familia. Su único interés era la pintura, el dibujo, lo cual a todo el mundo le resultó sospechoso. Especialmente a su padre titular.

Llegado su dieciséis cumpleaños, su padre le anunció que no había lugar para vagos ni holgazanes en la familia. De persistir en sus intenciones de "ser artista", le iba a meter a trabajar en la fábrica como mozo o picapedrero, en la legión o en cualquier otra institución que contribuyese a fortalecer su carácter y a hacer de él un hombre de provecho. Germán optó por huir de casa, adonde regresó de la mano de la benemérita veinticuatro horas después.

Su progenitor, desesperado y decepcionado con aquel primogénito, optó por pasar sus esperanzas a su segundo hijo, Gaspar, que se desvivía por aprender el negocio textil y mostraba más disposición a continuar la tradición familiar. Temiendo por su futuro económico, el viejo Blau puso a nombre de Germán el palacete de Sarriá, que llevaba años semiabandonado.

"Aunque nos avergüences a todos, no he trabajado yo como un esclavo para que un hijo mío se quede en la calle", -le dijo.

La mansión había sido en su día una de las más celebradas por las gentes de copete y carruaje, pero nadie se ocupaba ya de ella. Estaba maldita. De hecho, se decía que los encuentros secretos entre Diana y el libertino Salvat habían tenido por escenario dicho lugar.

De ese modo, por ironías del destino, la casa pasó a manos de Germán.

Poco después, con el apoyo clandestino de su madre, Germán se convirtió en aprendiz del mismísimo Quim Salvat. El primer día, Salvat lo miró fijamente a los ojos y pronunció estas palabras:

– Uno, yo no soy tu padre y no conozco a tu madre más que de vista. Dos, la vida del artista es una vida de riesgo, incertidumbre y, casi siempre, de pobreza. No se escoge; ella lo escoge a uno. Si tienes dudas respecto a cualquiera de estos dos puntos, más vale que salgas por esa puerta ahora mismo.

Germán se quedó.

Los años de aprendizaje con Quim Salvat fueron para Germán un salto a otro mundo. Por primera vez descubrió que alguien creía en él, en su talento y en sus posibilidades de llegar a ser algo más que una pálida copia de su padre. Se sintió otra persona. En seis meses aprendió y mejoró más que en los años anteriores de su vida.

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