Por entonces yo era un muchacho de quince años que languidecía entre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera de Vallvidrera. En aquellos días la barriada de Sarriá conservaba aún el aspecto de pequeño pueblo varado a orillas de una metrópolis modernista. Mi colegio se alzaba en lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada sugería más un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcilloso era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.
El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a él, edificios sombríos albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios embrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imágenes de santos sonreían al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los dos sótanos y un altillo de clausura donde vivían los pocos sacerdotes que todavía ejercían como profesores. Las habitaciones de los internos estaban situadas a lo largo de corredores cavernosos en el cuarto piso. Estas interminables galerías yacían en perpetua penumbra, siempre envueltas en un eco espectral.
Yo pasaba mis días soñando despierto en las aulas de aquel inmenso castillo, esperando el milagro que se producía todos los días a las cinco y veinte de la tarde. A esa hora mágica, el sol vestía de oro líquido los altos ventanales. Sonaba el timbre que anunciaba el fin de las clases y los internos gozábamos de casi tres horas libres antes de la cena en el gran comedor. La idea era que ese tiempo debía estar dedicado al estudio y a la reflexión espiritual. No recuerdo haberme entregado a ninguna de estas nobles tareas un solo día de los que pasé allí.
Aquél era mi momento favorito. Burlando el control de portería, partía a explorar la ciudad. Me acostumbré a volver al internado, justo a tiempo para la cena, caminando entre viejas calles y avenidas mientras anochecía a mi alrededor. En aquellos largos paseos experimentaba una sensación de libertad embriagadora. Mi imaginación volaba por encima de los edificios y se elevaba al cielo. Durante unas horas, las calles de Barcelona, el internado y mi lúgubre habitación en el cuarto piso se desvanecían. Durante unas horas, con sólo un par de monedas en el bolsillo, era el individuo más afortunado del universo.
A menudo mi ruta me llevaba por lo que entonces se llamaba el desierto de Sarriá, que no era más que un amago de bosque perdido en tierra de nadie. La mayoría de las antiguas mansiones señoriales que en su día habían poblado el norte del Paseo de la Bonanova se mantenía todavía en pie, aunque sólo fuese en ruinas. Las calles que rodeaban el internado trazaban una ciudad fantasma. Muros cubiertos de hiedra vedaban el paso a jardines salvajes en los que se alzaban monumentales residencias. Palacios invadidos por la maleza y el abandono en los que la memoria parecía flotar, como niebla que se resiste a marchar. Muchos de estos caserones aguardaban el derribo y otros tantos habían sido saqueados durante años. Algunos, sin embargo, aún estaban habitados.
Sus ocupantes eran los miembros olvidados de estirpes arruinadas. Gentes cuyo nombre se escribía a cuatro columnas en "La Vanguardia" cuando los tranvías aún despertaban el recelo de los inventos modernos. Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonar las naves a la deriva. Temían que, si osaban poner los pies más allá de sus mansiones ajadas, sus cuerpos se desvaneciesen en cenizas al viento. Prisioneros, languidecían a la luz de los candelabros. A veces, cuando cruzaba frente a aquellas verjas oxidadas con paso apresurado, me parecía sentir miradas recelosas desde los postigos despintados.
Una tarde, a finales de septiembre de 1979, decidí aventurarme por azar en una de aquellas avenidas sembradas de palacetes modernistas en la que no había reparado hasta entonces. La calle describía una curva que terminaba en una verja igual que muchas otras. Más allá se extendían los restos de un viejo jardín marcado por décadas de abandono. Entre la vegetación se apreciaba la silueta de una vivienda de dos pisos. Su sombría fachada se erguía tras una fuente con esculturas que el tiempo había vestido de musgo.
Empezaba a oscurecer y aquel rincón se me antojó un tanto siniestro. Rodeado por un silencio mortal, únicamente la brisa susurraba una advertencia sin palabras. Comprendí que me había metido en una de las zonas "muertas" del barrio. Decidí que lo mejor era regresar sobre mis pasos y volver al internado. Estaba debatiéndome entre la fascinación morbosa hacia aquel lugar olvidado y el sentido común cuando advertí dos brillantes ojos amarillos encendidos en la penumbra, clavados en mí como dagas. Tragué saliva.