María Shelley me miró intensamente. Por un instante, un destello de vida asomó a su mirada. La vi derramar lágrimas y alzar sus manos. Contempló las grotescas garras de metal que brotaban de sus brazos y la oí gemir. Le tendí mi mano. María Shelley dio un paso atrás, temblando.
Una bocanada de fuego estalló sobre una de las barras que sostenían el telón principal. La lámina de tela raída se desprendió en un manto de fuego. Las cuerdas que lo habían sostenido salieron despedidas en látigos de llamas y la pasarela sobre la que nos sosteníamos fue alcanzada de pleno. Una línea de fuego se dibujó entre nosotros.
Tendí de nuevo mi mano a la hija de Kolvenik.
– Por favor, tome mi mano.
Se retiró, rehuyéndome. Su rostro estaba cubierto de lágrimas.
La plataforma a nuestros pies crujió.
– María, por favor…
La criatura observó las llamas, como si viera algo en ellas. Me dirigió una última mirada que no supe comprender y aferró la cuerda ardiente que había quedado tendida sobre la plataforma. El fuego se extendió por su brazo, al torso, a sus cabellos, sus ropas y su rostro. La vi arder como si fuera una figura de cera hasta que las tablas cedieron a sus pies y su cuerpo se precipitó al abismo.
Corrí hacia una de las salidas del tercer piso. Tenía que encontrar a Eva Irinova y salvar a Marina.
– ¡Eva! -grité cuando por fin la localicé.
Ignoró mi llamada y siguió avanzando. La alcancé en la escalinata central de mármol. La agarré del brazo con fuerza y la detuve. Ella forcejeó para librarse de mí.
– Tiene a Marina. Si no le entrego el suero, la matará.
– Tu amiga ya está muerta. Sal de aquí mientras puedas.
– ¡No!
Eva Irinova miró a nuestro alrededor. Espirales de humo se deslizaban por las escalinatas. No quedaba mucho tiempo.
– No puedo irme sin ella…
– No lo entiendes -replicó. Si te entrego el suero, él os matará a los dos y nadie podrá detenerle.
– Él no quiere matar a nadie. Sólo quiere vivir.
– Sigues sin entenderlo, Oscar dijo Eva. No puedo hacer nada. Todo está en manos de Dios.
Con estas palabras se volvió y se alejó de mí.
– Nadie puede hacer el trabajo de Dios. Ni siquiera usted dije, recordándole sus propias palabras.
Se detuvo. Alcé el revólver y apunté. El chasquido del percutor al tensarse se perdió en el eco de la galería. Eso hizo que se diese la vuelta.
Sólo estoy tratando de salvar el alma de Mijail dijo.
No sé si podrá salvar el alma de Kolvenik, pero la suya sí.
La dama me miró en silencio, enfrentándose a la amenaza del revólver en mis manos temblorosas.
– ¿Serías capaz de dispararme a sangre fría? -me preguntó.
No respondí. No sabía la respuesta. Lo único que ocupaba mi mente era la imagen de Marina en las garras de Kolvenik y los escasos minutos que quedaban antes de que las llamas abriesen definitivamente las puertas del infierno sobre el Gran Teatro Real.
– Tu amiga debe de significar mucho para ti.
Asentí y me pareció que aquella mujer esbozaba la sonrisa más triste de su vida.
– ¿Lo sabe ella? preguntó.
– No lo sé -dije sin pensar.
Asintió lentamente y vi que sacaba el frasco esmeralda.
– Tú y yo somos iguales, Oscar. Estamos solos y condenados a querer a alguien sin salvación…
Me tendió el frasco y yo bajé el arma. La dejé en el suelo y tomé el frasco en mis manos. Mientras lo examinaba sentí que me había quitado un peso de encima. Iba a darle las gracias, pero Eva Irinova ya no estaba allí. El revólver tampoco.
Cuando llegué al último piso todo el edificio agonizaba a mis pies. Corrí hacia el extremo de la galería en busca de una entrada a la bóveda de la tramoya. Súbitamente una de las puertas salió proyectada del marco envuelta en llamas. Un río de fuego inundó la galería. Estaba atrapado. Miré desesperadamente a mi alrededor y sólo vi una salida. Las ventanas que daban al exterior. Me acerqué a los cristales empañados por el humo y distinguí una estrecha cornisa al otro lado. El fuego se abría paso hacia mí. Los cristales de la ventana se astillaron como tocados por un aliento infernal.
Mis ropas humeaban. Podía sentir las llamas en la piel. Me ahogaba.
Salté a la cornisa. El aire frío de la noche me golpeó y vi que las calles de Barcelona se extendían muchos metros bajo mis pies. La visión era sobrecogedora. El fuego había envuelto completamente el Gran Teatro Real. El andamiaje se había desplomado, convertido en cenizas. La antigua fachada se alzaba igual que un majestuoso palacio barroco, una catedral de llamas en el centro del Raval. Las sirenas de los bomberos aullaban como si se lamentaran de su impotencia. Junto a la aguja de metal en la que convergía la red de nervios de acero de la cúpula, Kolvenik sujetaba a Marina.
– ¡Marina! chillé.