– Hoy tenemos cordero -anunció brusca y secamente Lydia Nikolaevna, mientras miraba disgustada a sus pupilos, que comían el plato de carne, sin concederle la menor importancia.
Alfyorov inclinó la cabeza, a modo de reverencia, por razones ignoradas, y prosiguió:
– Creo que comete usted un error, al no abordar este tema.
Podtyagin movió suave pero firmemente la cabeza, en movimiento de negación.
– Cuando conozca a mi mujer -siguió Alfyorov-, quizá comprenda lo que quiero decirle. A propósito, le gusta mucho la poesía. Me parece que usted y ella estarán de acuerdo en muchas cosas. Y además voy a decirle que…
Kolin miraba de soslayo a Alfyorov, y, subrepticiamente, movía un dedo como si dirigiera una orquesta, al ritmo de sus palabras. Al ver los movimientos del dedo de su amigo, Gornotsvetov se estremecía en silenciosas carcajadas.
Alfyorov iba diciendo:
– Lo más importante es que Rusia está acabada. Ha quedado borrada, igual que si alguien hubiera borrado de una pizarra, con una esponja húmeda, una cara extraña.
Ganin sonrió:
– Pero…
– ¿Le molesta lo que acabo de decir, Lev Glebovich?
– Efectivamente, pero no le impediré que lo diga.
– Significa esto que usted cree…
En su voz calma, arrastrando levemente las eses, Podtyagin terció:
– Por favor, señores, no hablemos de política. No creo que sirva para nada.
Inesperadamente, Klara intervino, toqueteándose el cabello:
– De todos modos, creo que Monsieur Alfyorov no tiene razón.
– ¿Llega el sábado, su esposa? -preguntó con voz inocente Kolin, desde el extremo de la mesa, mientras su amigo Gornotsvetov se llevaba la servilleta a los labios para ocultar la risa.
– Efectivamente, el sábado -replicó Alfyorov, alejando de sí el plato con los restos del carnero.
Sus ojos perdieron el brillo de la lucha y adquirieron expresión reflexiva.
– ¿Sabía usted, Lydia Nikolaevna, que ayer Lev Glebovich y yo quedamos encerrados en el ascensor?
– Peras al horno -replicó Frau Dorn.
Los bailarines se echaron a reír. Abriéndose paso por entre los codos de los comensales, Erika comenzó a llevarse los platos. Ganin enrolló cuidadosamente su servilleta, la metió en el servilletero y se levantó. Nunca tomaba postre.
Mientras volvía a su habitación, pensó: "¡Qué aburrimiento! ¿Qué puedo hacer ahora? Dar un paseo, supongo."
Aquel día, lo mismo que los anteriores, transcurría lentamente, como arrastrándose, en un ocio insípido, carente incluso de aquella ensoñada expectación que tan agradable matiz da a la inactividad. Ahora, la falta de trabajo le irritaba. Levantándose el cuello de un viejo impermeable que había comprado por una libra esterlina a un teniente inglés en Constantinopla (primera etapa del exilio), y metiendo con fuerza los puños en los bolsillos, echó a andar despacio por las pálidas calles abrileñas, en las que nadaban balanceándose las negras cúpulas de los paraguas. Contempló una larga y bella maqueta del
Pasó una hora tomando un café, sentado junto a un gran ventanal, contemplando a los transeúntes. De vuelta a su habitación, intentó leer, pero el contenido del libro le pareció tan ajeno a él y tan flojo, que lo abandonó a mitad de una frase subordinada. Se encontraba en aquel estado que él denominaba de "dispersión de la voluntad". Permaneció inmóvil, sentado ante la mesa, incapaz de decidir qué hacer: cambiar de postura, levantarse de la silla y lavarse las manos, o abrir la ventana, tras la cual el día lluvioso comenzaba a oscurecerse con las sombras de la noche. Se hallaba en un estado de humor horrible y angustiado, parecido a aquel malestar que se experimenta cuando despertamos pero, al principio, no podemos abrir los ojos porque parece que los párpados hayan quedado pegados para siempre jamás. Ganin tenía la sensación de que el triste ocaso que se iba colando gradualmente en su estancia penetraba también poquito a poco en su cuerpo, transformando su sangre en niebla, y se sentía impotente para luchar contra el conjuro del anochecer.