—¿No se encontró un espejo en otro de los asesinatos? —dijo débilmente Eric el Vikingo, haciendo auténticos esfuerzos por no mirar.
—¿Han identificado los, eeeh...? —dijo Nick. Había empezado a girar la cabeza hacia la obra del asesino, pero se contuvo y se volvió hacia LaGuerta—. ¿Las víctimas eran prostitutas, inspectora?
—Escuchad —dijo LaGuerta. Su tono indicaba preocupación y su voz denotó un leve rastro de acento cubano durante un segundo—. Dejad que os esplique algo: no me importa si son prostitutas. No me importa que haya un espejo. No me importa nada de eso. —Tomó aire y prosiguió, mucho más tranquila—. Tenemos al otro asesino a buen recaudo. Tenemos una confesión. Esto es algo completamente nuevo, ¿de acuerdo? Eso es lo que importa. Podéis verlo: es un caso distinto.
—¿Entonces por qué se le ha asignado también a usted? —preguntó Eric el Vikingo, con toda la razón, me dije.
LaGuerta mostró sus afilados dientes.
—Resolví el otro caso —afirmó.
—¿Pero está segura de que estamos ante un nuevo asesino, inspectora? —preguntó Rick Sangre.
—Sin ninguna duda. No puedo daros más detalles, pero tengo pruebas de laboratorio que lo confirman. —Estaba seguro de que se refería a mí y sentí que me embargaba un cierto orgullo.
—Pero se parecen, ¿no? La misma zona, la misma técnica general... —empezó Eric el Vikingo. LaGuerta le cortó.
—Es totalmente distinto. Totalmente.
—De manera que afirma con toda seguridad que McHale cometió los anteriores asesinatos y que éste es obra de otra persona —dijo Nick Nosequé.
—Al cien por cien —dijo LaGuerta—. Además, nunca dije que McHale fuera el responsable de los otros.
Durante un segundo los reporteros olvidaron el horror de no tener fotos.
—¿Qué? —dijo Nick, por fin.
LaGuerta enrojeció, pero insistió:
—Nunca dije que McHale lo hiciera. McHale dijo que lo había hecho, ¿de acuerdo? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Decirle que se largue, que no le creo?
Eric el Vikingo y Nick Nosequé intercambiaron una mirada llena de intención. Yo también lo habría hecho de haber tenido a alguien a quien mirar. En su lugar observé la cabeza situada en el centro del altar. No me guiñó el ojo, pero seguro que estaba tan alucinada como yo.
—Eso es una chorrada —murmuró Eric, pero su voz quedó cubierta por la de Rick Sangre.
—¿Le importa que entrevistemos a McHale? —preguntó Sangre—. ¿Delante de una cámara?
La llegada del capitán Matthews nos salvó de la respuesta de LaGuerta. Sus pasos resonaron por los peldaños, y se quedó paralizado al contemplar nuestra pequeña exhibición artística.
—Por Dios —exclamó. Su mirada se posó en el grupo de reporteros que rodeaba a LaGuerta—. ¿Qué coño estáis haciendo aquí, chicos? —preguntó. LaGuerta miró a su alrededor, pero nadie se ofreció voluntario para responder.
—Yo los dejé pasar —dijo al final—. Extraoficialmente. Confidencialmente.
—No dijo nada de confidencialidad —soltó Rick Sangre—. Sólo dijo extraoficialmente. LaGuerta le miró con desdén.
—Extraoficialmente es sinónimo de confidencialmente. —Fuera —vociferó Matthews—. Oficialmente y a voz en grito. Fuera.
Eric el Vikingo carraspeó.
—Capitán, ¿está usted de acuerdo con la inspectora LaGuerta en que se trata de una serie totalmente nueva de crímenes, obra de un asesino distinto?
—Fuera —repitió Matthews—. Contestaré a sus preguntas abajo.
—Necesito una conexión eléctrica —dijo Rick Sangre—. Será sólo un minuto. Matthews hizo un gesto en dirección a la salida.
—¿Sargento Doakes?
Doakes se materializó y cogió a Rick Sangre del codo.
—Caballeros —dijo con su voz suave y terrorífica. Los tres reporteros se volvieron hacia él. Vi cómo a Nick le costaba tragar. Después los tres giraron al unísono, sin decir palabra, y salieron en tropel.
Matthews los vio marcharse. Cuando estuvieron lo bastante lejos como para que no le oyeran, se volvió hacia LaGuerta.
—Inspectora —dijo con una voz tan letal que parecía aprendida de Doakes—, si se le ocurre provocar esta clase de mierda, otra vez tendrá suerte de conseguir un empleo aunque sea de aparcacoches en un Wal—Mart.
LaGuerta se puso de un tono verde pálido y después de un rojo encendido.
—Capitán, sólo quería... —balbuceó. Pero Matthews ya había dado media vuelta. Se ajustó la corbata, se echó el pelo hacia atrás con una mano y bajó las escaleras tras los reporteros.
Volví a contemplar el altar. No había cambiado, pero ya estaban empezando a espolvorearlo en busca de huellas. Después lo desmontarían y analizarían las piezas. Pronto sería sólo un bello recuerdo.
Bajé las escaleras en busca de Deborah.
En el exterior Rick Sangre ya tenía la cámara en marcha. El capitán Matthews estaba bajo los focos con micrófonos apuntándole a la barbilla, ofreciendo la declaración oficial.