—No sabría decirte. Vacían el contenedor de basura dos veces por semana. Esto debe de llevar aquí al menos dos días.
Recorrí el aparcamiento con la mirada y luego me centré en la enmohecida fachada del Cacique.
—¿Y qué me dices del motel?
Ángel se encogió de hombros.
—Siguen registrándolo, pero no creo que encuentren nada. Las otras veces se limitó a usar el primer contenedor que tuvo a mano. Eh —dijo de repente.
—¿Qué?
Usó un lápiz para abrir la bolsa de plástico.
—Echa un vistazo a ese corte.
Apareció el extremo de una pierna amputada, pálida y con un aspecto excepcionalmente muerto bajo el resplandor del sol. El miembro acababa en el tobillo, el pie había sido limpiamente seccionado. Quedaba un pequeño tatuaje en forma de mariposa, aunque una de las alas había sido segada junto con el pie.
Silbé. Era un corte casi quirúrgico. Ese tío trabajaba bien, tan bien como yo.
—Impecable —dije. Y lo era, incluso más allá de la pulcritud en el corte. Nunca había visto un trozo de carne muerta con aspecto tan limpio, seco y pulcro. Maravilloso.
—Me cago en tanta limpieza y pulcritud —dijo Ángel—. No está acabado. Aparté la mirada de él y observé las profundidades de la bolsa. Nada se movía allí.
—A mí me parece bastante decisivo, Ángel.
—Mira —dijo él. Abrió otra bolsa—. Cortó esta pierna en cuatro trozos. Casi con regla o algo, ¿eh? Y en cambio, ésta —dijo señalando la primera pierna que tanta admiración me había provocado—, ésta sólo la ha partido en dos. ¿Cómo se come eso, eh?
—Te aseguro que no tengo ni idea —dije—. Quizá la inspectora LaGuerta lo averigüe. Ángel me miró durante un instante y ambos luchamos para mantenernos serios.
—Quizá sí —dijo él, volviendo al trabajo—. ¿Por qué no vas a preguntárselo?
—Hasta luego, Ángel.
—Casi seguro —respondió, con la cabeza sobre la bolsa.
Hace años corrió el rumor de que la inspectora Migdia LaGuerta había conseguido entrar en Homicidios acostándose con alguien. Con sólo verla una vez te creías la historia. Tiene la cantidad necesaria de todo y en las partes necesarias para resultar atractiva en un estilo algo triste, aristocrático. Era una verdadera artista con el maquillaje y la ropa, con un toque chic de Bloomingdale's. Pero el rumor no podía ser cierto. Para empezar, aunque exteriormente parezca muy femenina, nunca he conocido a ninguna mujer que fuera más masculina por dentro. Era dura, ambiciosa en el sentido más egocéntrico de la palabra, y su única debilidad parecían ser apuestos modelos siempre unos años más jóvenes que ella. De modo que estoy bastante seguro de que no entró en Homicidios utilizando el sexo. Entró en Homicidios porque es cubana, juega a la diplomacia y sabe cómo besar un culo. En Miami, esa combinación te lleva mucho más lejos que el sexo.
LaGuerta es una gran especialista en besar culos, una lamedora de culos de primera clase. Besó culos durante el largo camino que la llevó a convertirse en investigadora de homicidios. Por desgracia, se trataba de una habilidad poco útil en su nuevo cargo, y lo cierto es que era una detective terrible.
Esas cosas pasan: la incompetencia es recompensada más a menudo de lo que parece. Pero tengo que trabajar con ella. Así que he utilizado mi notable encanto para caerle bien. Con resultados sorprendentes. Cualquiera puede ser encantador si no le importa mentir y decir todas las cosas estúpidas, obvias y nauseabundas que la conciencia suele reprimir en la mayoría de la gente. Por suerte, yo no tengo conciencia. Y las digo.
Cuando me acercaba al grupito que se había congregado cerca de la cafetería, LaGuerta estaba interrogando a alguien en un rápido español. Yo hablo español. Incluso entiendo el cubano. Pero con LaGuerta sólo pillaba una palabra de cada diez. El dialecto cubano es la cruz de todos los hispanohablantes. El único propósito del español cubano parece ser correr contra un invisible cronómetro y emitir todo cuanto sea posible en ráfagas de tres segundos sin usar consonantes.
El truco para entenderlo es saber de antemano lo que la persona va a decir, lo cual tiende a contribuir a ese mundo cerrado del que se quejan todos los no cubanos.
El hombre al que LaGuerta estaba acribillando era bajo y de complexión ancha, moreno, con rasgos indígenas, y se veía claramente intimidado por la jerga, el tono y la placa. Intentaba no mirarla cuando hablaba, y eso parecía hacerla hablar aún más rápido.
—No, no había nadie fuera —dijo él en voz baja, lentamente, apartando la mirada—. Todo el mundo estaba en el café.
—¿Dónde estabas? —preguntó ella.
El hombre miró de reojo las bolsas llenas de los trozos del cadáver y respondió:
—En la cocina. Y luego saqué la basura.
LaGuerta siguió adelante: presionándolo verbalmente, haciendo preguntas equívocas en un tono de voz que era abusivo y humillante a la vez, hasta conseguir que el hombre olvidara el horror de encontrar los trozos desmembrados en el contenedor y se volviera hosco y con pocas ganas de cooperar.