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– Mis peligros son sólo metafísicos -dijo Oliveira-. Creeme, a mí no me van a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403.

– No sé -dijo la Maga -. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás… ¿Por qué decís: peligros metafísicos? También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos te vas a tirar a uno de esos ríos.

– A lo mejor -dijo Oliveira- eso es el Tao.

– A mí me pareció que yo podía protegerte. No digas nada. En seguida me di cuenta de que no me necesitabas. Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas.

– Precioso, lo que decís.

– Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida, Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas.

– Sí, querida.

– Y el glíglico.

– Vaya.

– Y todo, el Club, aquella noche en el Quai de Bercy bajo los árboles, cuando cazamos estrellas hasta la madrugada y nos contamos historias de príncipes, y vos tenías sed y compramos una botella de espumante carísimo, y bebimos a la orilla del río.

– Y entonces vino un clochard -dijo Oliveira- y le dimos la mitad de la botella.

– Y el clochard sabía una barbaridad, latín y cosas orientales, y vos le discutiste algo de…

– Averroes, creo.

– Sí, Averroes.

– Y la noche que el soldado me tocó el traste en la Foire du Tróne, y vos le diste una trompada en la cara, y nos metieron presos a todos.

– Que no oiga Rocamadour -dijo Oliveira riéndose.

– Por suerte Rocamadour no se acordará nunca de vos, todavía no tiene nada detrás de los ojos. Como los pájaros que comen las migas que uno les tira. Te miran, las comen, se vuelan… No queda nada.

– No -dijo Oliveira-. No queda nada.

En el rellano gritaba la del tercer piso, borracha como siempre a esa hora. Oliveira miró vagamente hacia la puerta, pero la Maga lo apretó contra ella, se fue resbalando hasta ceñirle las rodillas, temblando y llorando.

– ¿Por qué te afligís así? -dijo Oliveira-. Los ríos metafísicos pasan por cualquier lado, no hay que ir muy lejos a encontrarlos. Mirá, nadie se habrá ahogado con tanto derecho como yo, monona. Te prometo una cosa: acordarme de vos a último momento para que sea todavía más amargo. Un verdadero folletín, con tapa en tres colores.

– No te vayas -murmuró la Maga, apretándole las piernas.

– Una vuelta por ahí, nomás.

– No, no te vayas.

– Dejame. Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.

Vamos juntos -dijo la Maga -. Ves, Rocamadour duerme, va a estar tranquilo hasta la hora del biberón. Tenemos dos horas, vamos al café del barrio árabe, ese cafecito triste donde se está tan bien.

Pero Oliveira quería salir solo. Empezó a librar poco a poco las piernas del abrazo de la Maga. Le acariciaba el pelo, le pasó los dedos por el collar, la besó en la nuca, detrás de la oreja, oyéndola llorar con todo el pelo colgándole en la cara. «Chantajes no», pensaba. «Lloremos cara a cara, pero no ese hipo barato que se aprende en el cine.» Le levantó la cara, la obligó a mirarlo.

– El canalla soy yo -dijo Oliveira-. Dejame pagar a mí. Llorá por tu hijo, que a lo mejor se muere, pero no malgastes las lágrimas conmigo. Madre mía, desde los tiempos de Zola no se veía una escena semejante. Dejame salir, por favor.

– ¿Por qué? dijo la Maga, sin moverse del suelo, mirándolo como un perro.

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué?

– Ah, vos querés decir por qué todo esto. Andá a saber, yo creo que ni vos ni yo tenemos demasiado la culpa. No somos adultos, Lucía. Es un mérito pero se paga caro. Los chicos se tiran siempre de los pelos después de haber jugado. Debe ser algo así. Habría que pensarlo.


(-126)

21

A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Es lo que se llama propiamente un lugar común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés crème de Saint-Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous fous? de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Varèse, con en los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).

– Tu sèmes des syllabes pour réeolter des étoiles -me toma el pelo Crevel.

– Se va haciendo lo que se puede -le contesto.

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