— Ya lo sé. Pero voy a gusto con estos pantalones. Quizá, con el tiempo…
— Oh, no, no se trata de los pantalones. La chaqueta de punto…
— ¡La chaqueta! — me asombré —. Me la han hecho hoy mismo y al parecer es la última moda.
¿O no?
— Sí. Pero la ha esponjado en exceso… ¿Me permite?
— Sí, claro — repuse en voz muy baja. Se inclinó hacia mí, me tocó el pecho con los dedos y exclamó quedamente:
— ¿Qué tiene ahí?
— Nada…, aparte de mí mismo — contesté con una sonrisa mordaz.
Entrelazó los dedos y se levantó. Mi serenidad, acompañada de una satisfacción malévola, se disolvió de improviso.
— Siéntese otra vez, se lo ruego.
— Pero… le pido mil perdones, pero yo…
— No hay de qué. ¿Hace tiempo que trabaja en el ADAPT?
— Este es el segundo año.
— Así que… ¿éste es el primer paciente? — Me señalé a mí mismo con el dedo. Ella enrojeció un poco —. ¿Puedo preguntarle algo?
Parpadeó. ¿Acaso pensaba que iba a pedirle una cita?
— Por supuesto…
— ¿Cómo hacen para que pueda verse el cielo desde todos los planos de la ciudad?
Se animó.
— Es muy sencillo. La televisión…, como antes la llamaban. En los techos hay pantallas que transmiten todo cuanto hay sobre la superficie, la imagen del cielo, de las nubes…
— Pero estos niveles no son muy altos — observé — y sin embargo, hay en ellos casas de cuarenta pisos…
— Una ilusión — sonrió —. Sólo una parte de estas casas es real; su prolongación es una imagen. ¿Comprende?
— Sí, eso puedo comprenderlo, pero no su utilidad.
— Es para que los habitantes de los distintos planos no se sientan perjudicados en ningún aspecto…
— Ya — contesté —. No es mala idea…, y otra cosa más. Quiero conseguir libros. ¿Puede recomendarme alguno de su rama? O mejor aún, compilaciones…
— ¿Quiere estudiar sicología? — se sorprendió.
— No, pero me gustaría saber lo que han hecho aquí durante este tiempo.
— Entonces yo le recomendaría el Mayssen — dijo.
— ¿Qué es eso?
— Un libro de texto.
— Querría algo más completo. Compendios, monografías… Cosas de primera mano…
— Quizá resultarían demasiado difíciles.
Sonreí amigablemente.
— Y quizá no. ¿En qué estriba esa dificultad?
— La psicología se ha matematizado mucho…
— Yo también. Hasta el punto en que lo interrumpí hace cien años. ¿Se necesita algo más?
— Pero usted no es matemático, ¿verdad?
— De profesión, no. Pero he estudiado. En el Prometeo. Allí había mucho tiempo libre, ¿sabe?
Asombrada y confusa, no dijo nada más. Me dio un papel con diversos títulos de libros.
Cuando se hubo ido, volví a la mesa y me senté pesadamente. Incluso ella, una colaboradora del ADAPT… ¿Matemáticas? Claro. Un hombre salvaje. «Los odio a todos — pensé —. Los odio, los odio.» No sabía a quién me refería al pensarlo. A todos, supongo. Sí, sencillamente a todos. Me habían engañado. Me enviaron allí sin saber lo que hacían, y mi deber era no regresar, como Venturi, como Arder y Thomas, pero yo había vuelto para que me tuvieran miedo. Para vagar como un reproche viviente que nadie quiere aceptar. «Ya no sirvo», pensé. Si al menos pudiera llorar. Arder podía. Decía que nadie ha de avergonzarse de sus lágrimas. Era posible que hubiese mentido al médico. No se lo había dicho nunca a nadie, pero no estaba seguro de si lo habría hecho por otro. Tal vez sí.
Por Olaf, más tarde. Pero no estaba completamente seguro. ¡Arder! ¡ Cómo nos habían destrozado, y cómo habíamos creído en ellos y sentido sobre y fuera de nosotros a la Tierra, a una Tierra que existía, que creía y pensaba en nosotros! Ninguno hablaba de ello. ¿Para qué?
No hay por que hablar de lo evidente.
Me levanté. No podía seguir sentado. Me paseé de un extremo a otro.
Basta. Abrí la puerta del cuarto de baño; ni siquiera había agua para refrescarse la cabeza.
Por otra parte, vaya idea. Sencillamente histérica.
Volví a la habitación y empecé a hacer el equipaje.
III