Apostado en el terraplén que dominaba el lugar, Ali Neuman miraba pasar los buques de carga en el horizonte. Despuntaba el alba en el Cabo de Buena Esperanza, naranja y azul en el espectro índico. Las ballenas no eran más que un pretexto de paseo en su insomnio, ballenas jorobadas que, a partir de septiembre, venían a retozar a la punta de África… Ali había visto una vez a una pareja de ballenas saltar juntas en el aire antes de sumergirse en una larga apnea amorosa y reemerger cubiertas de espuma… La presencia de las ballenas le daba un poco de paz, como si su fuerza subiera hasta él. Pero el tiempo del amor había pasado para siempre. El alba horadaba la bruma sobre el mar, y ya no vendrían, ni esa mañana ni al día siguiente.
Las ballenas lo rehuían.
Habían desaparecido en las aguas heladas: ellas también tenían miedo del zulú…
Desdeñando el abismo que le tendía los brazos, Neuman bajó el sendero. El Cabo de Buena Esperanza estaba desierto a esa hora; no había autocares ni turistas chinos posando muy formalitos ante el mítico cartel. Sólo la brisa atlántica, que soplaba sobre la landa pelada, fantasmas conocidos que se perseguían al alba y sus eternas ganas de pelearse con el mundo. Una rabia ciega. Incluso los babuinos del parque se mantenían a distancia.
Neuman cruzó la landa hasta la entrada del Table Mountain National Park. El coche esperaba al otro lado de la barrera, anodino y polvoriento. El viento que soplaba del océano lo había calmado un poco. No duraría. Nada duraba. Encendió el motor sin pensar.
Lo importante era aguantar el tipo.
2
– Bass! Bass
Los negros de alpargatas raídas que habían saltado las vallas de seguridad esperaban a que los coches redujeran la velocidad para vender su mercancía.
La N 2 unía Ciudad del Cabo con Khayelitsha, su township más grande. Más allá de Mitchell's Plain, construida para los mestizos expulsados de las áreas blancas, se extendía una zona de dunas: en esa tierra llena de arena, el gobierno del apartheid había decidido construir Khayelitsha, «nueva casa», modelo del urbanismo de control típico de Sudáfrica: muy alejado del centro.
Pese a la superpoblación crónica, Josephina se negaba a mudarse a otra parte, ni siquiera a los terrenos acondicionados de Mandela Park, al sur del township, que habían construido para la emergente clase media negra; bajo sus sonrisas de ciega y su eterna bondad, la madre de Ali era una tremenda cabezota. Allí se habían refugiado los dos hacía veinte años, en los viejos barrios que formaban el corazón de Khayelitsha.
Josephina vivía sola en una de las core-houses
Ali se había resignado a tirar la toalla. El township necesitaba su experiencia (Josephina era enfermera diplomada), sus consejos y su fe. El equipo del dispensario en el que trabajaba como voluntaria hacía cuanto podía para atender a los enfermos y, dijera lo que dijera, Josephina no era del todo ciega: aunque ya no viera con precisión los rostros, todavía acertaba a distinguir las siluetas, que ella llamaba sus «sombras»… ¿Sería una manera de decir que estaba abandonando lentamente la superficie de este mundo? Ali no podía aceptarlo. Eran los únicos supervivientes de la familia, y ya no habría descendientes. Su tutor había saltado por los aires. No tenía más raíces que su madre.
Ali trabajaba demasiado pero iba a visitar a Josephina los domingos. La ayudaba con los papeleos burocráticos y la regañaba, acariciándole la mano, le decía que un día la iban a encontrar muerta, o inconsciente, si seguía corriendo de aquí para allá por el township a todas horas. La gruesa anciana se reía. Decía entre hipos que se hacía vieja, que era un verdadero desastre, que pronto habría que traer una grúa para moverla, de modo que al final Ali también se reía. Para complacerla.
Un viento cálido se colaba por la ventanilla abierta del coche; Neuman dejó atrás la estación de autobuses de Sanlam Center y tomó por Lansdowne Street. Chapa, tablones de madera, puertas arrancadas, ladrillos, chatarra, se construía con lo que crecía en la tierra, lo que se conseguía aquí y allá, lo que se robaba o se cambiaba; las chabolas parecían montarse unas encima de otras, y las antenas, enmarañadas en los tejados, devorarse unas a otras bajo un sol de justicia. Neuman siguió la carretera de asfalto que conducía al viejo barrio de Khayelitsha.