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Según el del mostacho esto sucedió en la pequeña aldea, si es que se puede llamar aldea a un conjunto de chozas camufladas al azar del bosque. El francés se acercó a un indígena e hizo como que le iba a dar la mano. El indígena, mansamente, apartó la mirada, y asomó su mano derecha por debajo de la axila de su brazo izquierdo. Pero entonces el francés lo sorprendió y tiró de su mano y por ende de su cuerpo y le dio un buen apretón y sacudió su brazo y fingió sorpresa y alegría y dijo:

– Bonjour, monsieur le indigène.

Y no le soltó la mano y trató de mirarlo a los ojos y le sonrió y le mostró la blancura de su sonrisa y no le soltó la mano sino que incluso con la izquierda le palmeó el hombro, bonjour, monsieur le indigène, como si de verdad se sintiera muy feliz, hasta que el indígena lanzó un grito aterrador, y tras el grito pronunció una palabra, incomprensible para los franceses y para el guía de los franceses, y tras esta palabra otro indígena se abalanzó sobre el antropólogo pedagogo que aún no soltaba la mano del primer indígena, y con una piedra le abrió el cráneo, y entonces el antropólogo soltó la mano.

Resultado: los indígenas se revolvieron y los franceses apresuradamente tuvieron que retirarse al otro lado del río dejando tras de sí a un compatriota muerto y causando a su vez una baja mortal en el bando de los indígenas en las escaramuzas de la fuga. Durante muchos días, en la montaña y luego en el bar de un pueblo costero de Borneo los antropólogos se devanaron los sesos para dar con el motivo que había transformado súbitamente a una tribu pacífica en otra violenta y aterrada. Tras muchas vueltas creyeron haber encontrado la clave en la palabra que pronunció el indígena «agredido» o «envilecido» con el saludable y por demás inocente apretón de manos. La palabra en cuestión era dayiyi, que significa caníbal o imposibilidad, pero que también tenía otras acepciones, una de ellas «el que me violenta», y que expresada después de un alarido significaba o podía significar «el que me violenta por el culo», es decir «el caníbal que me folla por el culo y después se come mi cuerpo», aunque también podía significar «el que me toca (o me viola) y me mira a los ojos (para comerse mi alma)». Lo cierto es que los antropólogos franceses subieron nuevamente a la montaña después de un descanso en la costa, pero no volvieron a ver a los indígenas.

Cuando ya no podía más, Ansky volvía a Arcimboldo. Le gustaba recordar las pinturas de Arcimboldo, de cuya vida ignoraba o fingía que lo ignoraba casi todo, y que ciertamente no era una vida inmersa en el temblor permanente de Courbet, pero en cuyos lienzos encontraba algo que a falta de una palabra mejor Ansky definía como sencillez, un calificativo que a muchos eruditos y exégetas de la obra arcimboldiana no les hubiera gustado.

La técnica del milanés le parecía la alegría personificada. El fin de las apariencias. Arcadia antes del hombre. No todas, ciertamente, pues por ejemplo El asado, un cuadro invertido que colgado de una manera es, efectivamente, un gran plato metálico de piezas asadas, entre las que se distingue un lechoncillo y un conejo, y unas manos, probablemente de mujer o de adolescente, que intentan tapar la carne para que no se enfríe, y que colgado al revés nos muestra el busto de un soldado, con casco y armadura, y una sonrisa satisfecha y temeraria a la que le faltan algunos dientes, la sonrisa atroz de un viejo mercenario que te mira, y su mirada es aún más atroz que su sonrisa, como si supiera cosas de ti, escribe Ansky, que tú ni siquiera sospechas, le parecía un cuadro de terror. El jurista (un juez o un alto funcionario con la cabeza hecha de piezas de caza menor y el cuerpo de libros) también le parecía un cuadro de terror.

Pero los cuadros de las cuatro estaciones eran alegría pura.

Todo dentro de todo, escribe Ansky. Como si Arcimboldo hubiera aprendido una sola lección, pero ésta hubiera sido de la mayor importancia.

Y aquí Ansky desmiente su falta de interés por la vida del pintor y escribe que cuando Leonardo da Vinci deja Milán en 1516 lega a su discípulo Bernardino Luini sus libros de notas y algunos dibujos, los cuales, pasado el tiempo, el joven Arcimboldo, amigo del hijo de Luini, habría tal vez consultado y estudiado.

Cuando estoy triste o abatido, escribe Ansky, cierro los ojos y revivo los cuadros de Arcimboldo y la tristeza y el abatimiento se deshacen, como si un viento superior a ellos, un viento mentolado, soplara de pronto por las calles de Moscú.

Después vienen los apuntes, desordenados, sobre su huida.

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