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Caminaba de noche. Por el día se refugiaba como mejor podía y se dedicaba a leer el cuaderno de Ansky y a dormir y a mirar lo que crecía o se quemaba a su alrededor. A veces recordaba las algas del Báltico y sonreía. A veces se ponía a pensar en su hermanita y también sonreía. Hacía tiempo que no tenía noticias de ellos. Su padre nunca le había escrito y Reiter sospechaba que era porque no sabía escribir muy bien. Su madre sí le había escrito. ¿Qué le decía en sus cartas? Reiter lo había olvidado, no eran cartas muy largas pero las había olvidado por completo, sólo recordaba su caligrafía, una letra grande y temblorosa, sus faltas gramaticales, su desnudez. Las madres no deberían escribir nunca cartas, pensaba. Las de su hermana, por el contrario, las recordaba a la perfección y eso lo hacía sonreír, boca abajo, oculto por la hierba, mientras el sueño lo iba ganando.

Eran cartas en las que su hermana le hablaba de sus cosas y de la aldea, de la escuela, de los vestidos que usaba, de él.

Tú eres un gigante, decía la pequeña Lotte. Al principio a Reiter lo desconcertó esta afirmación. Pero luego pensó que para una niña, una niña, además, tan dulce e impresionable como Lotte, su estatura era lo más parecido que había visto a la de un gigante. Tus pasos resuenan en el bosque, decía Lotte en sus cartas. Los pájaros del bosque oyen el sonido de tus pisadas y dejan de cantar. Los que están trabajando en el campo te oyen. Los que están ocultos en habitaciones oscuras te oyen.

Los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas te oyen y acuden a esperarte a la entrada del pueblo. Todo es alegría. Estás vivo.

Alemania está viva. Etcétera.

Un día, sin saber cómo, Reiter volvió a Kostekino. En la aldea ya no quedaban alemanes. El sovjoz estaba vacío y sólo de unas pocas isbas se asomaron las cabezas de viejos desnutridos y temblorosos que le informaron, mediante señas, de que los alemanes habían evacuado a los técnicos y a todos los ucranianos jóvenes que tenían trabajando en la aldea. Reiter durmió aquel día en la isba de Ansky y se sintió más cómodo que si hubiera vuelto a su casa. Encendió fuego en la chimenea y se tiró vestido encima de la cama. Pero no pudo dormirse enseguida. Se puso a pensar en las apariencias de las que hablaba Ansky en su cuaderno y se puso a pensar en sí mismo. Se sentía libre, como nunca antes lo había sido en su vida, y aunque mal alimentado y por ende débil, también se sentía con fuerzas para prolongar ese impulso de libertad, de soberanía, hasta donde fuera posible.

La posibilidad, no obstante, de que todo aquello no fuera otra cosa que apariencia lo preocupaba. La apariencia era una fuerza de ocupación de la realidad, se dijo, incluso de la realidad más extrema y limítrofe. Vivía en las almas de la gente y también en sus gestos, en la voluntad y en el dolor, en la forma en que uno ordena los recuerdos y en la forma en que uno ordena las prioridades. La apariencia proliferaba en los salones de los industriales y en el hampa. Dictaba normas, se revolvía contra sus propias normas (en revueltas que podían ser sangrientas, pero que no por eso dejaban de ser aparentes), dictaba nuevas normas.

El nacionalsocialismo era el reino absoluto de la apariencia.

Amar, reflexionó, por regla general es otra apariencia. Mi amor por Lotte no es apariencia. Lotte es mi hermana y es pequeña y cree que soy un gigante. Pero el amor, el amor común y corriente, el amor de pareja, con desayunos y cenas, con celos y dinero y tristeza, es teatro, es decir es apariencia. La juventud es la apariencia de la fuerza, el amor es la apariencia de la paz.

Ni juventud ni fuerza ni amor ni paz pueden serme otorgadas, se dijo con un suspiro, ni yo puedo aceptar un regalo semejante.

Sólo el vagabundeo de Ansky no es apariencia, pensó, sólo los catorce años de Ansky no son apariencia. Ansky vivió toda su vida en una inmadurez rabiosa porque la revolución, la verdadera y única, también es inmadura. Después se durmió y no tuvo sueños y al día siguiente fue al bosque a buscar ramas para la chimenea y cuando volvía a la aldea entró, por curiosidad, en el edificio en donde habían vivido los alemanes durante el invierno del 42, y encontró el interior abandonado y ruinoso, sin ollas ni sacos de arroz, sin mantas ni fuego en las salamandras, los vidrios rotos y las contraventanas desclavadas, el suelo sucio y con grandes manchas de barro o de mierda que se pegaban a la suela de las botas si uno cometía el desliz de pisarlas. En una pared un soldado había escrito con carbón Viva Hitler, en otra había una especie de carta de amor. En el piso de arriba alguien se había entretenido dibujando en las paredes y ¡en el techo! escenas cotidianas de los alemanes que habían vivido en Kostekino.

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