Un día Werner enfermó y los médicos le dijeron que tenía que dejar de trabajar. Como no tenía problemas económicos puso a uno de los mecánicos más veteranos al frente del taller y él y Lotte se dedicaron a hacer turismo. Estuvieron en un crucero por el Nilo, visitaron Jerusalén, viajaron en un coche alquilado por el sur de España, recorrieron Florencia y Roma y Venecia. El primer destino que escogieron, sin embargo, fue Estados Unidos. Visitaron Nueva York y luego estuvieron en Macon, Georgia, y descubrieron con pesadumbre que la casa donde había vivido Klaus era un piso en un viejo edificio junto al gueto negro.
Durante ese viaje, y tal vez debido a las muchas películas americanas que habían visto juntos, se les ocurrió que lo mejor, acaso, sería contratar a un detective. Visitaron a uno en Atlanta y le expusieron su problema. Werner sabía algo de inglés y el detective era un tipo nada remilgado, un ex policía de Atlanta capaz de salir a comprar, dejándolos a ellos sentados en su oficina, un diccionario inglés-alemán, y volver corriendo y seguir la conversación como si nada hubiera pasado. Además, no era un estafador, pues de entrada les advirtió que buscar, después de tanto tiempo, a un alemán nacionalizado americano era como buscar una aguja en un pajar.
– Posiblemente hasta se ha cambiado de nombre -dijo.
Pero ellos querían probar y le pagaron los honorarios de un mes y el detective quedó en enviarles al cabo de este tiempo el resultado de sus pesquisas a Alemania. Pasado el mes les llegó un sobre grande a Paderborn en donde el detective les desglosaba los gastos y daba cuenta de la investigación.
Total: nada.
Había conseguido dar con un tipo que había conocido a Klaus (el casero del edificio donde vivía), a través del cual llegó a otro tipo que le había dado empleo, pero cuando Klaus se fue de Atlanta a ninguno de los dos les dijo adónde pensaba ir. El detective sugería otras líneas de investigación, pero para eso necesitaba más dinero, y Werner y Lotte decidieron contestarle agradeciéndole las molestias y dando por concluido, al menos de momento, el trato.
Unos años después Werner murió de una afección cardíaca y Lotte se quedó sola. Cualquier otra mujer en su situación probablemente hubiera sido incapaz de levantar cabeza, pero Lotte no se dejó arredrar por el destino y en vez de quedarse cruzada de brazos multiplicó y triplicó su actividad diaria. Y no sólo mantuvo productivas las inversiones y en funcionamiento el taller sino que, con un remanente de capital, se metió en otros negocios y le fue bien.
El trabajo, el exceso de trabajo, parecía rejuvenecerla.
Siempre estaba metiendo la nariz en todo, nunca permanecía quieta, algunos de sus empleados llegaron a odiarla, aunque eso la traía sin cuidado. Durante las vacaciones, que nunca excedían los siete o nueve días, buscaba el clima cálido de Italia o España y se dedicaba a tomar el sol en la playa y a leer bestsellers.
Algunas veces iba con amigas ocasionales, pero por regla general salía del hotel sola, atravesaba una calle y ya estaba en la playa, en donde le pagaba a un muchacho para que le instalara una tumbona y un parasol. Allí se quitaba la parte superior del bikini, sin importarle que sus pechos ya no fueran los de antes, o se bajaba el traje de baño por debajo de la barriga y se dormía al sol. Cuando despertaba giraba el parasol para tener sombra y la reemprendía con el libro. De vez en cuando el muchacho que alquilaba las tumbonas y los parasoles se le acercaba y Lotte le daba dinero para que le trajera del hotel un cubalibre o una jarrita de sangría con mucho hielo. A veces, por las noches, iba a la terraza del hotel o a la discoteca, que estaba en el primer piso y en donde la clientela estaba formada por alemanes, ingleses y holandeses más o menos de su misma edad, y se quedaba un ratito mirando a las parejas bailar o escuchando a la orquesta que en ocasiones interpretaba canciones de principios de los años sesenta. Vista desde lejos parecía una señora de bonitas facciones, algo entrada en carnes, distante y con un toque de elegancia y un no sé qué de tristeza. De cerca, cuando un viudo o un divorciado la invitaban a bailar o a dar un paseo a orillas del mar y Lotte sonreía y decía que no, gracias, volvía a ser una niña campesina y la distinción se evaporaba y sólo quedaba la tristeza.
En 1995 recibió un telegrama de México, de un lugar llamado Santa Teresa, en donde le comunicaban que Klaus estaba preso. El telegrama estaba firmado por una tal Victoria Santolaya, la abogada de Klaus. La conmoción que sufrió Lotte fue tan grande que tuvo que dejar su despacho, subir a su casa y meterse en la cama, aunque por supuesto fue incapaz de dormir.