– ¿Y si los porteros y los taxistas están en guerra, cómo lo hacen los clientes cuando necesitan un taxi? -dijo Espinoza.
– Ah, entonces el hotel llama a una compañía de radiotaxis.
Los radiotaxis están en paz con todo el mundo -dijo el Cerdo.
Cuando salieron a despedirlo a la entrada del hotel vieron al taxista que emergía renqueando del párking. Tenía el rostro intacto y la ropa no parecía mojada.
– Seguro que hizo un trato -dijo el Cerdo.
– ¿Un trato?
– Un trato con los porteros. Dinero -dijo el Cerdo-, les debió de dar dinero.
Pelletier y Espinoza, por un segundo, imaginaron que el Cerdo se iba a marchar en el taxi, que estaba estacionado a pocos metros de allí, en la otra acera, y que tenía un aspecto de abandono absoluto, pero con un gesto de la cabeza el Cerdo le ordenó a uno de los porteros que fuera a buscar su coche.
A la mañana siguiente volaron a Hermosillo y desde el aeropuerto telefonearon al rector de la Universidad de Santa Teresa y después alquilaron un coche y partieron hacia la frontera.
Al salir del aeropuerto los tres percibieron la luminosidad del estado de Sonora. Era como si la luz se sumergiera en el océano Pacífico produciendo una enorme curvatura en el espacio.
Daba hambre desplazarse bajo aquella luz, aunque también, pensó Norton, y tal vez de forma más perentoria, daba ganas de aguantar el hambre hasta el final.
Entraron por el sur de Santa Teresa y la ciudad les pareció un enorme campamento de gitanos o de refugiados dispuestos a ponerse en marcha a la más mínima señal. Alquilaron tres habitaciones en el cuarto piso del Hotel México. Las tres habitaciones eran iguales, pero en realidad estaban llenas de pequeñas señales que las hacían diferentes. En la habitación de Espinoza había un cuadro de grandes proporciones en donde se veía el desierto y a un grupo de hombres a caballo, en el lado izquierdo, vestidos con camisas de color beige, como si fueran del ejército o de un club de equitación. En la habitación de Norton había dos espejos en vez de uno. El primer espejo estaba junto a la puerta, como en las otras habitaciones, el segundo estaba en la pared del fondo, junto a la ventana que daba a la calle, de tal manera que si uno adoptaba determinada postura, ambos espejos se reflejaban. En la habitación de Pelletier faltaba un pedazo de la taza del baño. A simple vista no se veía, pero al levantar la tapa del wáter el pedazo que faltaba se hacía presente de forma repentina, casi como un ladrido. ¿Cómo demonios nadie ha reparado esto?, pensó Pelletier. Norton nunca habia visto una taza en esas condiciones. Faltaban unos veinte centímetros. Debajo del enlosado blanco había un material rojo, como arcilla de ladrillos, con forma de galletas untadas de yeso. El trozo que faltaba tenía forma de medialuna. Parecía como si lo hubieran arrancado con un martillo. O como si alguien hubiera levantado a otra persona que ya estaba en el suelo y hubiera estampado su cabeza contra la taza del baño, pensó Norton.
El rector de la Universidad de Santa Teresa les pareció un tipo amable y tímido. Era muy alto y tenía la piel ligeramente bronceada, como si a diario realizara largos paseos meditabundos por el campo. Los invitó a una taza de café y escuchó sus explicaciones con paciencia y un interés más fingido que real.
Después los llevó a dar una vuelta por la universidad, señalando los edificios e indicándoles a qué facultades pertenecían.
Cuando Pelletier, por cambiar de tema, habló de la luz de Sonora, el rector se explayó hablando de las puestas de sol en el desierto y mencionó a algunos pintores, cuyos nombres ellos desconocían, que se habían instalado a vivir en Sonora o en la vecina Arizona.
Al regresar a la rectoría volvió a ofrecerles café y les preguntó en qué hotel estaban alojados. Cuando se lo dijeron anotó el nombre del hotel en una hoja que se guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y luego los invitó a cenar a su casa. Poco después ellos se marcharon. Mientras recorrían el trecho que había desde la rectoría hasta el aparcadero de coches vieron a un grupo de estudiantes de ambos sexos que caminaban por un prado justo en el momento en que se ponían en funcionamiento los aspersores de riego. Los estudiantes pegaron un grito y echaron a correr, alejándose de allí.
Antes de volver al hotel dieron una vuelta por la ciudad.
Les pareció tan caótica que se pusieron a reír. Hasta entonces no estaban de buen humor. Observaban las cosas y escuchaban a las personas que los podían ayudar, pero únicamente como parte de una estrategia mayor. Durante el regreso al hotel desapareció la sensación de estar en un medio hostil, aunque hostil no era la palabra, un medio cuyo lenguaje se negaban a reconocer, un medio que transcurría paralelo a ellos y en el cual sólo podían imponerse, ser sujetos únicamente levantando la voz, discutiendo, algo que no tenían intención de hacer.