—No te puedes hacer ni idea —respondió Hagrid, en voz baja—. Nunca me había encontrado en un lugar parecido. Pensé que me iba a volver loco. No paraba de recordar cosas horribles: el día que me echaron de Hogwarts, el día que murió mi padre, el día que tuve que desprenderme de
—¡Pero si eras inocente! —exclamó Hermione.
Hagrid resopló.
—¿Y crees que eso les importa? Les da igual. Mientras tengan doscientas personas a quienes extraer la alegría, les importa un comino que sean culpables o inocentes.
—Hagrid se quedó callado durante un rato, con la vista fija en su taza de té. Luego añadió en voz baja—: Había pensado liberar a
Pero ¿cómo se le explica a un hipogrifo que tiene que esconderse? Y... me da miedo transgredir la ley... —Los miró, con lágrimas cayendo de nuevo por su rostro—. No quisiera volver a Azkaban.
La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el efecto que Ron y Hermione deseaban. Harry no se había olvidado de Black, pero tampoco podía estar rumiando continuamente su venganza y al mismo tiempo ayudar a Hagrid a ganar su caso. Él, Ron y Hermione fueron al día siguiente a la biblioteca y volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la defensa de
—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722... pero el hipogrifo fue declarado culpable. ¡Uf! Mirad lo que le hicieron. Es repugnante.
—Esto podría sernos útil. Mirad. Una
Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada armadura brillaban luces misteriosas; y en el vestíbulo los doce habituales árboles de Navidad brillaban con estrellas doradas. En los pasillos había un fuerte y delicioso olor a comida que, antes de Nochebuena, se había hecho tan potente que incluso
La mañana de Navidad, Ron despertó a Harry tirándole la almohada.
—¡Despierta, los regalos!
Harry cogió las gafas y se las puso. Entornando los ojos para ver en la semioscuridad, miró a los pies de la cama, donde se alzaba una pequeña montaña de paquetes. Ron rasgaba ya el papel de sus regalos.
—Otro jersey de mamá. Marrón otra vez. Mira a ver si tú tienes otro.
Harry tenía otro. La señora Weasley le había enviado un jersey rojo con el león de Gryffindor en la parte de delante, una docena de pastas caseras, un trozo de pastel y una caja de turrón. Al retirar las cosas, vio un paquete largo y estrecho que había debajo.
—¿Qué es eso? —preguntó Ron mirando el paquete y sosteniendo en la mano los calcetines marrones que acababa de desenvolver.
—No sé...
Harry abrió el paquete y ahogó un grito al ver rodar sobre la colcha una escoba magnífica y brillante. Ron dejó caer los calcetines y saltó de la cama para verla de cerca.
—No puedo creerlo —dijo con la voz quebrada por la emoción. Era una Saeta de Fuego, idéntica a la escoba de ensueño que Harry había ido a ver diariamente a la tienda del callejón Diagon. El palo brilló en cuanto Harry le puso la mano encima. La sentía vibrar. La soltó y quedó suspendida en el aire, a la altura justa para que él montara. Sus ojos pasaban del número dorado de la matrícula a las aerodinámicas ramitas de abedul y perfectamente lisas que formaban la cola.
—¿Quién te la ha enviado? —preguntó Ron en voz baja.
—Mira a ver si hay tarjeta —dijo Harry.
Ron rasgó el papel en que iba envuelta la escoba.
—¡Nada! Caramba, ¿quién se gastaría tanto dinero en hacerte un regalo?
—Bueno —dijo Harry, atónito—. Estoy seguro de que no fueron los Dursley.
—Estoy seguro de que fue Dumbledore —dijo Ron, dando vueltas alrededor de la Saeta de Fuego, admirando cada centímetro—. Te envió anónimamente la capa invisible...
—Había sido de mi padre —dijo Harry—. Dumbledore se limitó a remitírmela. No se gastaría en mí cientos de galeones. No puede ir regalando a los alumnos cosas así.