Читаем Círculo de espadas полностью

¡Ah, bueno! No hace falta molestarse siquiera en decir hola.

La criatura se detuvo en medio camino de la bahía. A las tres llegó María.

—Llegas tarde.

—Me he entretenido en la estación. Esto te va a volver loca, Anna. Un centenar de trabajadores sobre el terreno, todos especulando al mismo tiempo, y ninguno tiene suficiente información para decir algo que tenga sentido.

—Fantástico. Red tiene compañía. Acaba de llegar, y no ha intentado acercarse a Moby. Si no son inteligentes, lo simulan muy bien.

María sacudió la cabeza.

—Lo que tenemos aquí, Anna, es un puñado de medusas enormes con un extraño sistema nervioso. Una especie inteligente la forman esas personas que se encuentran en la colina.

—Quizá —dijo Anna.

Regresó lentamente al puesto. La lluvia se había convertido en niebla y los animales nocturnos salían de sus madrigueras. La mayoría eran de una misma especie: largos y segmentados, y con múltiples patas. Sus lomos brillaban bajo la luz de las farolas. (¿Cuál era el nombre correcto de las cosas que se encontraban a decenas de años luz de la calle más cercana?)

Supo que eran cazadores; buscaban los gusanos que saldrían a la superficie atraídos por la humedad, no de un modo inteligente, aunque estaban espléndidamente preparados para lo que hacían. Los alienígenas de Anna eran diferentes. Tenían cerebros, hasta diez en un solo animal, todos interconectados; pero Red y sus compañeros de la bahía tenían unos cinco cerebros como máximo. Estaban semidesarrollados. Los individuos grandes, con zarcillos de un centenar de metros de largo, nunca se apareaban ni salían del océano profundo.

María tenía razón con respecto al puesto. El comedor estaba lleno de gente, y el nivel de ruido era más alto de lo habitual. Se sirvió la comida y fue a buscar a Mohammed. Estaba en una mesa de un rincón, rodeado de gente que lo miraba atentamente. Era evidente que querían saber lo que había ocurrido con el sistema de comunicación.

Anna se detuvo con la bandeja en la mano y Mohammed alzó la vista.

—No quería hablar del sistema de comunicación, Anna. Durante la transmisión del aterrizaje tenía a mi lado a un militar. Cuando ha visto lo que salía del avión, ha cortado la electricidad y no ha querido volver a conectarla durante más de una hora. ¡Criptofascista! Te aseguro que me he puesto furioso.

—¿Alguien sabe qué le ha ocurrido al hombre? —preguntó alguno de la mesa.

—Debe de estar en el recinto diplomático, ¿no? No está en la estación, y no habrán dejado al pobre individuo bajo la lluvia, en la oscuridad.

Anna sonrió. Aquello era típico de Mohammed. Había utilizado una palabra como «fascista» como si supiera lo que significaba, y al mismo tiempo creía que la gente era civilizada. Existe una forma correcta de comportarse; no se puede dejar a un miembro de una misión diplomática bajo la lluvia.

Alguien más dijo:

—No se saldrán con la suya, ¿verdad?

Ella no supo a quién se refería… ¿A los hwar? ¿A los militares humanos? Y no estaba interesada en escuchar las especulaciones. Hizo a Mohammed un gesto de asentimiento, dio media vuelta y buscó una mesa en la que hubiera un sitio vacío.

Más tarde, mientras iba de un edificio a otro, oyó el grave rugido del avión alienígena y levantó la vista. Vio las luces —blancas y ámbar— que se movían por encima de su cabeza, en dirección al mar.

<p>III</p>

El avión de los alienígenas llegó a la mañana siguiente y se marchó por la noche. Esto parecía indicar que las negociaciones continuaban tal como estaba previsto.

En el recinto no se dijo nada con carácter oficial. Las conversaciones eran secretas; siempre lo habían sido, y no aparecían reportajes en ninguna de las redes. Los de la estación habían recibido un poco de información por una cuestión de cortesía y porque estaban demasiado cerca para permanecer completamente sumidos en la ignorancia; ahora también ellos quedaban excluidos.

Al cabo de tres días ella recibió las primeras noticias oficiosas. Llegaron por medio de Katya, que estaba exprimiendo a uno de los diplomáticos: un hombre muy joven que hablaba demasiado. Katya le sacó información al diplomático —que tenía un nombre curioso: Etienne Corbeau— y luego se la transmitió a un grupo selecto de amigos, personas que, estaba segura, guardarían silencio. Sería una pena que los otros diplomáticos los descubrieran.

—Están usando al hombre como traductor —dijo Katya—. Es su traductor más importante. Según Etienne, el primer día presentó al principal kwar, que es algo así como un general, y luego dijo: «Mi nombre es Nicholas. No cometan el error de pensar que mi lealtad está en modo alguno dividida, y no crean que lo que digo tiene algo que ver conmigo. Cuando hablo, el que habla es el general.» O algo así. A Etienne le encanta adornar las historias. La gente del servicio de información militar ha enviado un mensaje de exploración a través del sistema. Quieren saber quién es este individuo.

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