Читаем Círculo de espadas полностью

Ya había oscurecido cuando Yoshi abandonó la barca. Anna salió a cubierta. La bahía estaba en silencio. Las criaturas flotaban, inmóviles, sin emitir señales.

Tres personas caminaban hacia ella a lo largo del muelle. Una de ellas avanzaba delante, a grandes zancadas; las otras dos la seguían. No pudo ver con claridad a ninguno de los tres hasta que llegaron a la luz que brillaba al final del muelle, cerca de la barca.

El primero era un humano. Apenas lo vio, porque estaba mirando a uno de los que lo seguían: una persona achaparrada, vestida de gris. Tenía el rostro ancho y chato, cubierto de pelo gris, y los ojos completamente azules: no había ni un solo fragmento de blanco. Las pupilas eran barras horizontales, al principio anchas, y que se estrecharon rápidamente en respuesta a la luz.

El alienígena la miró directamente durante un instante y bajó la mirada.

El otro era un soldado de infantería de marina: el chico al que había visto en la colina. Llevaba un rifle, lo mismo que el alienígena.

El hombre que iba delante no llevaba armas, o al menos ella no vio ninguna. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta, que era simple, de una especie de tela marrón, y parecía vagamente inadecuada, como si hubiera sido hecha por alguien que no comprendía realmente la moda de los humanos. El resto de su atuendo era similar: simple, de color marrón y no del todo adecuada.

¿Era ése uno de los precios de la traición?, se preguntó. ¿La mala confección? ¿El estar pasado de moda?

El hombre comentó:

—Una mirada directa es un desafío. Es una de las cosas que significan lo mismo para ambas especies. Por eso él ha bajado la mirada. Está señalando que no le interesa la lucha.

—Estupendo —repuso ella.

—Me dijeron que usted es la persona con la que debía hablar sobre las luces del mar.

Ella asintió sin dejar de mirar al hombre gris.

—¿Podría subir a bordo? Me temo que ellos vendrán conmigo, y que querrán hacer una comprobación para asegurarse de que no hay nada que yo pueda dañar o que pueda dañarme a mi.

Ella lo miró directamente. Era tan corriente como la primera vez que lo había visto en la pantalla de comunicación. Esta vez tenía el pelo seco; se le había rizado, y había varios mechones grises en la cabellera de color castaño claro. Su rostro era muy pálido, como si hiciera varios años que no tomaba el sol.

—Usted es el traductor —anunció ella, imaginando que eso era más cortés que llamarlo traidor.

Él asintió.

¿Qué demonios? ¿Por qué no? Tal vez nunca más tendría la posibilidad de estar tan cerca de un hwarhath. Hizo un gesto de asentimiento.

Él le habló al alienígena. Los dos soldados subieron a bordo y registraron la barca.

—Tengan cuidado —les gritó Anna. Nicholas añadió algo en la lengua de los alienígenas y enseguida subió a la barca. Se apoyó en la barandilla y se dedicó a contemplar la bahía. Uno de los seudosifonóforos empezó a emitir destellos amarillos, verdes, blancos, amarillos: un hombre, probablemente. Soy yo. Soy yo.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué son?

Ella se lo dijo y luego añadió:

—El problema es… que sabemos que su inteligencia guarda relación con el tamaño. Lo descubrimos estudiando a los pequeños. Estos individuos son semidesarrollados y semibrillantes, eso es lo más probable. Los realmente grandes permanecen en el mar y no hemos descubierto cómo llegar a ellos.

Los soldados salieron de la cabina y se quedaron de pie, mirándose mutuamente y mirando a Nicholas. El chico —el infante de marina— parecía nervioso. Anna no logró descifrar la expresión del rostro del alienígena, y ni siquiera supo con certeza si tenía expresión. La postura de su cuerpo indicaba una actitud alerta, pero no tensa. No estaba preocupado, pero prestaba atención, aunque nunca miraba a nadie directamente a la cara. —Eso es muy interesante —opinó Nicholas—. Pero no veo por qué razón cree que los animales podrían ser inteligentes. En aquel momento, media docena de ellos emitía destellos. Esa noche todos los mensajes eran diferentes. No un coro; tal vez un sexteto, o quizá ruidos emitidos al azar. —¿Qué puedo decirle? Resulta fácil decidir que una especie es inteligente cuando es como nosotros. Su compañero, el que está allí, por ejemplo. Jamás alguien se ha hecho preguntas con respecto a los hwarhath. Desde la primera vez que vimos una de sus naves, desde la primera vez que ellos probaron suerte con nosotros, lo supimos.

Él la miró pero no dijo nada.

—Estos individuos que están aquí —señaló la bahía— son alienígenas completamente; y no estamos seguros de qué constituye una prueba de inteligencia en un animal marino que no utiliza herramientas. ¿Por qué lo pregunta, de todas formas?

—Por curiosidad. Hace unos cuantos días nos marchamos después del anochecer y cuando bajé la vista estaban allí, destellando; y son visibles desde la isla: parches de luz que se agitan en el mar. Ésos son los pequeños, según dice usted.

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