Читаем Círculo de espadas полностью

»Y tengo que matar el tiempo. Esta noche intentan celebrar Un acto social. Una idea delirante, pero el general siente curiosidad. Jamás ha visto a un grupo de humanos divirtiéndose. No creo que funcione. Los hwarhath no comen para entretenerse; para ellos se trata de una necesidad o de un sacramento. Beben para distraerse, pero las fiestas que organizan para beber son desagradables. Yo las evito siempre que puedo. —Hizo una pausa y contempló la bahía—. Tuve una fantasía horrible en la que veía al general intentado hacer un trato o mantener una conversación durante un cóctel, por primera vez, con un canapé.

—¿Cómo van las conversaciones? —preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

—Son los primeros días, y la diplomacia no es mi especialidad.

Ella quiso preguntarle cómo había llegado a esa situación, pero al parecer no tenía forma de hacerlo. ¿Cómo hace alguien para traicionar a los de su especie? Habló un poco más de los animales de la bahía, formalmente conocidos como Pseudosiphonophora gigantans. Luego se hundió en el silencio y ambos siguieron contemplando la bahía.

Él estaba apoyado en la barandilla, con las manos entrelazadas delante de su cuerpo, y parecía relajado; pero ella experimentó una sensación de tensión y soledad. La sensación de tensión surgía del cuerpo de él y era tan leve que ella no lo notaba de manera consciente. No tenía idea de por qué motivo pensaba que estaba solo. Tal vez lo estaba interpretando.

Él se irguió.

—Es hora de que me vaya. Si no me equivoco, a estas alturas el general estará aburrido y tal vez intoxicado. El alcohol no afecta a los hwarhath. Pero él se ha traído sus propias provisiones. —Hizo una pausa—. Gracias por la información. Hay una frase de un libro antiguo… no recuerdo el título… que habla del aprendizaje. Es la única fuente segura de placer y el único consuelo infalible. —Sonrió—. Lo único que he aprendido últimamente está relacionado con el mobiliario. Créame, no es algo adecuado.

Se marchó, seguido por los dos soldados. Ella se quedó mirándolos hasta que los hombres se desvanecieron en la oscuridad. Qué conversación tan extraña.

<p>V</p>

Raymond la llamó por la mañana, cuando ella abandonaba el trabajo.

—Por favor ven a mi despacho, Anna. —Vio la expresión de su rostro y añadió—: Es importante.

Ella cogió el café y un panecillo en el comedor y se marchó; estaba hambrienta. En general Ray no le caía bien, y naturalmente no había votado por él en las últimas elecciones. Pero, en justicia, era un buen director de la estación, y sabía cómo llevarse bien con los diplomáticos y los militares. En ese momento, aquélla era una habilidad provechosa.

Había alguien con él en el despacho: una mujer de uniforme, sentada al otro lado del enorme escritorio. Su piel era del mismo color que el café de Anna. Llevaba el corte de pelo reglamentario y el cráneo le brillaba como si se lo hubiera lustrado, con el cabello, la estrecha franja de rigor, totalmente teñido de blanco. De sus orejas colgaban unos pendientes hechos con pequeñas cuentas de cristal.

Ray anunció:

—Ésta es la comandante Ndo.

—Por favor, tome asiento —dijo la comandante.

Incómoda, Anna obedeció. Tenía migas en la blusa y en los pantalones. Se las quitó y buscó un lugar donde dejar la taza. No encontró nada más que el suelo.

—Anoche usted mantuvo una conversación con Nicholas Sanders —dijo la comandante—. Quiero que me la repita. Por favor, sea lo más exacta posible y explique la biología.

—¿Por qué?

—Anna, por favor —intervino Raymond.

Anna hizo lo que le pedían.

Cuando concluyó, la comandante asintió.

—Muy bien. Se ajusta bastante a la grabación, salvo que usted entró más en detalles. ¿Tiene algo que añadir? ¿Alguna observación?

Le gustaba el hombre, pero no iba a decírselo a los militares.

—No. ¿Quién es él?

La mujer vaciló.

—Eso es algo que no puedo decirle, miembro Pérez. Toda la información es sensible. No está protegida, pero es decididamente sensible.

—No quiero parecer una criatura, pero eso no me parece particularmente justo. Yo ya le he dicho todo lo que me ha preguntado.

La comandante asintió.

—Tiene razón. No es justo. No voy a soltarle un discurso acerca de las injusticias de la vida porque siempre he pensado que los discursos son estúpidos e inútiles.

»El problema para usted no es que la vida sea injusta. El problema es que yo soy injusta. —Sonrió—. Siempre es acertado establecer una clara distinción entre las fuerzas armadas y el universo.

»Lo único que puedo decirle es lo obvio. Las negociaciones son importantes; la situación es sensible; este sujeto está exactamente en medio; y está protegido por la inmunidad diplomática.

—Gracias por tu colaboración, Anna —le agradeció Ray. Ella se marchó y olvidó la taza. Aún estaba casi llena. Con un poco de suerte, Ray la volcaría.

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