Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Permanecía en la barandilla y observaba a los que comenzaban a trabajar ruidosamente, a Mane Voco, alto y delgado, con el pelo canoso, al hijo y a la nuera de Nazo, tan hermosa con los ojos soñolientos, a Xexo, que apenas lograba tomar aliento. Mane Voco, Xexo y Nazo, su marido y Javer sacaban los cubos, mientras los demás los vaciaban junto a la puerta del patio. Fuera, la lluvia continuaba cayendo a raudales y Xexo exclamaba una y otra vez con su voz nasal:

– ¡Dios mío, qué diluvio!

Tras cada cubo que se derramaba yo le decía al agua para mis adentros: «Vete, vete al diablo, ya que no quieres quedarte en nuestro aljibe». Cada cubo estaba repleto de gotas de lluvia encarceladas y pensaba que lo mejor sería sacar primero las gotas más díscolas y alborotadoras y así reducir el peligro.

Xexo dejó el cubo para descansar y encendió un cigarrillo.

– ¿Has oído? -dijo acercándose a la abuela-. A la hija de Checho Kaili le ha salido barba.

– ¡Tonterías! -exclamó la abuela.

– Por estos ojos -dijo Xexo-. Barba negra como a los hombres. Por eso su padre no la deja salir a la calle.

Yo agucé el oído. Conocía a aquella muchacha y verdaderamente hacía mucho tiempo que no la veía por la calle.

– ¡Ah, querida Selfixe! -se quejó Xexo-. ¡Pobres de nosotras, pobres! ¡Qué signos tan funestos nos envía el Señor! Fíjate en el diluvio de hoy.

Mientras observaba a la hermosa nuera de Nazo, que se había casado hacía tres semanas, Xexo le dijo algo en voz baja a la abuela. Ésta se mordió el labio. Me acerqué a escuchar, pero Xexo tiró el cigarrillo y se dirigió a la boca del pozo.

– ¿Qué hora será? -preguntó Mane Voco.

– Más de medianoche -respondió papá.

– Voy a haceros un café -notificó la abuela y me llevó con ella.

Estábamos subiendo las escaleras cuando se oyó rechinar la puerta.

– Llega más gente -dijo la abuela.

Yo estiré la cabeza sobre la barandilla e intenté ver quién había llegado, pero en vano. El pasillo estaba en tinieblas y por las paredes se deslizaban sombras terroríficas de formas cambiantes, como de pesadilla.

Subimos a la segunda planta y entramos en la habitación de invierno. La abuela encendió el fuego en la chimenea. Yo me eché a dormir.

Fuera aullaba la tormenta, las chimeneas gemían en lo alto del tejado y yo pensaba que bajo los cimientos de nuestra casa no había tierra firme y segura, sino el agua negra y traicionera del aljibe.

Malos tiempos, tiempos turbulentos. ¡Ah, querida, es una época traicionera ésta! Confusamente, mientras me atrapaba el sueño con la ayuda del arrullo grato del sonido del cacillo del café, recordaba retazos de frases y conversaciones de los mayores escuchadas aquí y allá, con sentidos tan escurridizos como el agua.

Al despertarme, la casa parecía muda. Papá y mamá dormían. Me levanté sin hacer ruido y miré el reloj. Eran las nueve. Fui a la otra habitación pero la abuela dormía también. Era la primera vez que nadie estaba ya levantado a aquella hora.

La tormenta había cesado. Me acerqué a los ventanales de la sala grande y miré fuera. El cielo estaba alto y frío, cubierto de nubes del color de la ceniza, inmóviles. El agua que habían sacado a cubos durante la noche quizá ya se había evaporado y había ascendido a lo alto, a las nubes, y desde allí miraba ceñuda y jactanciosa los tejados empapados y la tierra sombría.

Lo primero que me llamó la atención al dirigir los ojos hacia los barrios más bajos fue el río desbordado. Ya sabía que habría riada. Con una noche así, no podía ser de otro modo. Durante toda la noche el río había intentado, como de costumbre, hacer saltar el puente, lo mismo que un caballo encabritado intenta desasirse de la silla que lo hiere. La mejor muestra de los esfuerzos salvajes que había desplegado durante toda la noche, era su propio lomo ensangrentado. Y, como no había logrado derribar el puente, se había abalanzado sobre la carretera y se la había tragado. Ahora no se la veía. El río, desmesuradamente hinchado con la comilona, intentaba digerirla en su estómago. Pero la carretera era sólida, ya estaba acostumbrada a aquellos ataques súbitos y seguramente permanecía en calma bajo las aguas rojizas, a la espera de que se retirasen.

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