«Río estúpido», pensé. «Todos los inviernos intenta devorar la ciudad por los pies. Sin embargo, no es tan fiero como trata de aparentar». Los verdaderamente peligrosos eran los torrentes que descendían de la montaña. También ellos, al igual que el río, se esforzaban por devorar la ciudad. Pero mientras éste se pavoneaba presuntuoso a los pies de la ciudad antes de atacarla, los torrentes se precipitaban sobre su espalda por sorpresa y a traición. Habitualmente no tenían agua y semejaban serpientes secas y muertas sobre la superficie de la montaña. Sin embargo, en una noche de tormenta, revivían de pronto, crecían, embestían, bramaban, aullaban. En aquel momento corrían pendiente abajo, pálidos de furor, con sus nombres breves, como nombres de perros (Chulo, Fitso, Cfake), arrastrando el fango y las piedras arrancados durante su carrera por los barrios altos.
Contemplaba el paisaje transformado en el curso de la noche y pensaba que el río odiaba el puente, en tanto que la carretera, sin duda, odiaba el río, los torrentes a los muros, el viento a la montaña que domaba su furia, y todos ellos juntos odiaban la ciudad, la cual se desplegaba empapada, gris y altanera, en medio de aquel odio destructor. Yo la quería, pues estaba sola contra todos.
Sin apartar los ojos de los tejados, intentaba comprender qué relación podía existir entre la tempestad de la noche pasada y la hija de Checho Kaili, cuya barba recordé de pronto como un mal agüero. Después, mi imaginación se trasladó al aljibe. Me levanté y bajé las escaleras. El corredor estaba completamente empapado. Los cubos y las cuerdas aparecían amontonados por el suelo. Su presencia acentuaba aún más el silencio. Me acerqué a la boca del aljibe, levanté la tapa y me agaché.
– Auuu -le dije en voz baja, como si temiera despertar alguna bestia.
– Auuu -me respondió el aljibe con desgana y con una voz ronca que me era ajena. Esto significaba que se le había pasado el enfado, aunque no del todo, pues su voz resultaba más gruesa de lo habitual.
Al subir nuevamente a la sala grande de la segunda planta, vi con alegría que allá a lo lejos, a una distancia indefinida, había surgido el arco iris, como un pacto de paz recién establecido entre la montaña, el río, el puente, los torrentes, la mezquita, el viento y la ciudad. No resultaba difícil comprender que se trataba, no obstante, de una paz temporal e inestable.
II
Habían venido de visita Xexo y doña Pino. Sentadas en el diván de la sala grande, sorbían el café y charlaban con la abuela. Xexo estaba inquieta. La abuela parecía más calmada, aunque no lograba ocultar cierta alarma interior. Doña Pino, menuda, toda vestida de negro, meneaba continuamente la cabeza canija y tras cada palabra de Xexo repetía como espantada: «¡Es la hecatombe!». Me interesaba mucho su conversación y la escuchaba con atención. Hablaban de Isa, el hijo mayor de Mane Voco, quien la semana anterior había hecho algo sin precedentes: se había puesto gafas.