¿Quién sabe lo que hubiera durado esa disputa de no haber surgido el asunto de la casa? Pero con la cuestión de las casas nos peleamos durante más tiempo aún y resultaba del todo impredecible lo que hubiera podido llegar a suceder. Es posible que hubiésemos llegado a insultarnos, a pegarnos después, incluso a apedrearnos, si aquella gente desconocida no hubiera puesto una mañana en nuestra casa el letrero de hojalata con las maravillosas palabras: «Refugio antiaéreo para 90 personas».
Pero Ilir, como si se estuviera vengando, no pasó. Seguro que había oído hablar del letrero y se había ido a su casa a escondidas, dando un rodeo por los callejones.
Después de esperarlo mucho rato en la puerta, me aburrí y me metí dentro. Bajé inmediatamente al sótano y me puse a observar con respeto sus gruesos muros, que no habían sido pintados desde hacía mucho tiempo.
Hasta entonces el sótano había sido una parte sin importancia de la casa. Allí metíamos el carbón, dejábamos enfriar la cal. El sótano era, por decirlo así, una especie de anexo en comparación con la gran sala de la segunda planta. Esta última tenía seis hermosos ventanales, tan altos como papá. Su techo era marrón claro, de madera labrada. A ella se le dedicaban las mayores atenciones. Mamá fregaba y pulía el entarimado hasta que brillaba como un espejo. Los visillos de las ventanas eran blancos, repletos de encajes, y sobre los cojines, alineados en los divanes, se sentaban las viejas que venían de visita, sorbían el café y decían todas aquellas cosas sabias. Era fácil percibir la envidia del resto de las habitaciones, hasta de los pasillos, con respecto a la gran sala. Se la percibía en sus ventanucos, en sus alféizares torcidos y sus puertas estrechas.
Pero todo cambió bruscamente el día en que cayeron las primeras bombas. Con el primer estampido, a la sala grande se le rompieron todos los cristales, de modo que quedó fea y deslucida; sin embargo, el sótano sosegado y complaciente ni siquiera preguntó qué sucedía fuera.
Me daba mucha lástima la sala grande, abandonada por todos. Durante el tiempo que duraba el bombardeo y los gruesos muros del sótano ni siquiera temblaban, me compadecía de la sala grande que trepidaba y se estremecía, sola y abandonada allá arriba. La veía como a una mujer hermosa, aunque asustadiza y nerviosa, mientras que el sótano era una vieja sorda con los huesos duros. En cuanto la sala grande perdió su preeminencia, el sótano pasó a ser la pieza más honrada. Como si nuestra casa se hubiera vuelto del revés.
Desde la ventana de la sala grande, abandonada ahora de modo definitivo, miraba las otras casas, con sus tejados abiertos a la fina lluvia de otoño. Pensaba que sin duda, tras el primer bombardeo, en todas las casas se había producido el mismo cataclismo que en la nuestra. Quizá los sótanos y las bodegas húmedas de la ciudad llevaban largo tiempo esperando ese día. Quizás ellos tenían la certeza de que vendría el tiempo de su dominio.
Había llegado una época difícil para los segundos pisos de la ciudad. Durante su construcción, la madera se había encaramado con astucia hasta lo alto, dejando para la piedra los cimientos, los sótanos y los aljibes. Allí, en la penumbra, la piedra debía combatir la humedad y las aguas subterráneas, mientras que la madera embellecía la planta superior, labrada y pulida con esmero. La segunda planta era leve, casi irreal. Era el sueño de la ciudad, su capricho, el vuelo de su fantasía. Y no obstante, a esta fantasía se le pusieron límites. La ciudad parecía haberse arrepentido de conceder plena libertad a las segundas plantas y se había apresurado a enmendar el error. Así es como las había cubierto de tejados pétreos, corroborando una vez más que aquél era el reino de la piedra.
De cualquier modo, a mí me gustaba aquella nueva época de sótanos y bodegas. Colgaban ahora por toda la ciudad carteles de hojalata con la inscripción: «Refugio antiaéreo para 15 personas», o «para 22 personas», o «para 35 personas». Las leyendas «Refugio antiaéreo para 90 personas» eran muy pocas. Me sentía orgulloso de mi casa, que quedó de ese modo transformada en el centro del barrio. Había gran animación. Dejábamos los dos batientes del portón abiertos para que la gente pudiera correr al interior cuando sonara la sirena de alarma. Había quienes llegaban antes de tiempo y permanecían horas enteras en el amplio porche, junto a la primera entrada del sótano. Allí comían, fumaban y charlaban.
La bodega se hundía muy profundamente en el subsuelo. Un grueso muro la separaba del aljibe, una de cuyas partes quedaba debajo de ella. La enorme bodega disponía tan sólo de una tronera estrecha que se abría en los cimientos de la casa. El ambiente estaba allí entonces muy cargado.