Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Había observado que las noticias de compromisos o de bodas producían con frecuencia insatisfacción o perplejidad en algunos y alegría o sonrisa en otros; pero nunca hubiera creído que el anuncio de una boda pudiera caer como una catástrofe negra sobre las cabezas de todos sin excepción. «Se va a casar Argyr Argyri, ¿te has enterado? Anda ya. De verdad que se casa. No digas estupideces. Argyr Argyri se casa. ¿Cómo? Se casa. ¿Cómo, cómo? Que se casa. No es posible. Han avisado a doña Pino para que engalane a la novia. No. No puede ser. No puede ser. No. No. Yo también lo he oído. ¿De verdad? De verdad ¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia!»

Argyr Argyri era un hombre cetrino de voz atiplada, como la de una mujer. Conocido por todo el mundo, deambulaba por todos los barrios. Decían de él que era medio hombre, medio mujer y era el único varón que entraba y salía libremente de todas las casas, incluso cuando los hombres no estaban dentro. Argyr ayudaba a las mujeres en menesteres diversos, cuidaba a los niños mientras ellas lavaban las camisas, cogía agua junto a ellas, llevaba y traía recados. Tenía casa propia y decían que ayudaba a las mujeres no porque tuviera necesidad, sino porque le gustaba estar con ellas; le gustaban las conversaciones y las faenas de mujeres. Esto era algo tan incomprensible como tolerable, ya que Argyr era medio hombre, medio mujer. Después de muchos años, como revancha por las bromas y burlas de la gente y como consuelo por su carencia, Argyr Argyri se había ganado un derecho del que no disfrutaba ningún otro hombre: el derecho a relacionarse con las mujeres maduras y con las jóvenes.

Y he aquí que, de pronto, Argyr Argyri anunciaba su boda inminente. El desafío era tremendo. El personaje de la voz atiplada anunciaba de pronto que era hombre. Durante años había soportado las burlas más procaces en espera de la hora de la venganza. La ciudad se ensombreció. El golpe era intolerable. No había casa en la que no hubiera entrado Argyr Argyri, ni mujer a la que no conociera. Un interrogante siniestro se cernía por doquier.

Las esperanzas de que aquello no fuera verdad se fueron desvaneciendo una tras otra. Habían avisado a doña Pino. Se había contratado la orquesta. Estaba incluso anunciado el día de la boda. Las expectativas de que Argyr Argyri cambiara de parecer se vinieron abajo del mismo modo. Se decía que lo habían amenazado repetidamente, pero no se volvió atrás. Todo esto ocurría sin ruido, con palabras dichas entre dientes, mediante cartas anónimas. Nadie quería enarbolar la bandera de la hostilidad contra Argyr, pues ello significaría que tenía razones más poderosas que los demás para inquietarse.

Nadie pudo saber jamás qué es lo que había movido al hombre de voz atiplada a rebelarse repentinamente de aquel modo. ¿Qué le había pasado a Argyr? ¿Por qué había hecho aquello Argyr? ¿Por qué? Por fin llegó la noche de la boda. Era una de aquellas noches de oscuridad obligatoria. El viento, que había soplado durante dos semanas, cesó de pronto. Después de haber estado escuchando su silbido incesante, la calma resultaba aún más profunda. El ojo del proyector se encendió y se apagó de nuevo. Los tambores de la boda sonaban sin descanso, como si anunciaran el fin del honor de aquella ciudad.

Se había desbordado el vaso, decía Xexo. Ahora, según ella, se esperaba que manara agua negra de las fuentes.

– Es lo que nos faltaba: la boda de ese hermafrodita -le decía Isa a Javer, fumando en la oscuridad.

– Deja, deja -le respondió-. Esta ciudad se ha vuelto como Sodoma.

El ataque se produjo de repente, deforma despiadada. La sirena no funcionó. La ciudad se estremeció como una mujer epiléptica; se tambaleó, estuvo a punto de desplomarse. Era domingo; las nueve de la mañana. Por primera vez en su vida, la antiquísima ciudad, atacada miles de veces con catapultas, piedras, arietes, fue atacada desde el aire aquel domingo de octubre próximo a la mitad del siglo. Los cimientos gimieron como cegados por el dolor de la conmoción. Miles de ventanas aterradas arrojaron sus cristales al suelo con fuertes estampidos.

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