Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Unos golpes salvadores sobre la puerta resonaron en toda la casa. Era la llamada familiar de Xexo. El modo en que golpeaba y los intervalos muy cortos entre cada golpe daban a entender que había sucedido algo extraordinario. Con el susto en el rostro, mamá corrió a abrir la puerta, mientras la abuela esperaba en pie en lo alto de la escalera. Poco después descendió también ella. Los pisos superiores de la casa quedaron en silencio. Allá abajo estaba sucediendo algo. La puerta se abrió de nuevo. Entró alguien. Alguien salió. Después volvió a entrar alguien más. Las voces de las mujeres llegaban amortiguadas. Comencé a bajar los peldaños con cautela para no llamar la atención. Allá abajo sucedía algo verdaderamente serio. La puerta volvió a sonar. Las palabras llegaban de abajo mezcladas en un murmullo común. Se fundían como la niebla. Bajé. Mamá notó mi presencia. Estaban en pie, apoyadas en la barandilla, junto a la boca del aljibe, al fondo de la escalera. Además de Xexo, habían venido Nazo y su nuera, doña Pino, la mujer de Bido Sherif y otra vecina más. La turbación de sus ojos, el modo en que se había ladeado el gorro en la cabeza de Xexo, descubriendo un mechón de pelo descolorido, y las marcas de los pellizcos en sus mejillas producidos por la indignación evidenciaban que había ocurrido algo irreparable. Hablaban prácticamente todas a la vez. Desde luego, había sucedido algo monstruoso, pero resultaba absolutamente imposible saber qué. No se trataba de muerte ni de locura. Era aún peor. Xexo permanecía en medio de todas y su resuello áspero, como un fuelle de curtidor, sembraba en torno el terror.

Estuve largo rato escuchando, pero no logré entender nada. Hablaban de cierta casa. Los italianos habían abierto un establecimiento. Dicha casa tenía un nombre sencillo, algo parecido a la biblioteca pública de la ciudad. Y sin embargo a ellas las aterraba. La maldecían. Había oído hablar de casas de caramelo, en las que vivían hermosas jóvenes. Esa casa debía de ser de veneno, pues poseía el poder de envenenar a toda una ciudad.

– Un hombre de cada familia -dijo Xexo con voz alterada-. Eso han dicho. Si no va cada uno por las buenas, lo llevarán a la fuerza. Un varón de cada familia.

Las mujeres se pellizcaron de nuevo las mejillas. Tan sólo la nuera de Nazo permaneció indiferente. En su agitación continua, los ojos turbios de Xexo toparon conmigo.

– Pobre, ¿no pensarás ir tú por casualidad, verdad? -dijo gritando.

– ¡No seas tonta! -le dijo la abuela-. Deja en paz al chico.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino, sin duda por milésima vez.

– ¿Va a entrar en razón alguna vez esa gente o no? -gritó Xexo dirigiéndose a la abuela, como si fuera la representante de la ciudad.

En ese momento, alguien volvió a llamar a la puerta. Era la tía Xemo.

– ¿Qué os pasa, queridas, qué os pasa? -dijo nada más entrar en el corredor.

La tía Xemo venía raramente a casa de visita: dos o tres veces al año a lo sumo. Era alta, esbelta y parecía toda huesos. Era famosa en nuestra familia a causa de su manía por la limpieza. La tía Xemo no comía nada que hubiera tocado mano ajena. El pan, los guisos, el café, el té: todo lo hacía con sus propias manos. La cuchara, el plato, la taza, el cacillo del café, los guardaba aparte en su casa. Cuando iba de visita, envolvía el pan en un pañuelo limpio y en otro el cacillo, la taza, la cuchara y el vaso y se los llevaba consigo. Todos conocían la manía de la tía Xemo y nadie se ofendía cuando colocaba en la mesa común su propio y sencillo alimento.

La tía Xemo escuchó en silencio las explicaciones de las mujeres sobre aquel extraño establecimiento.

– ¡Maldita sea su estampa! -dijo por fin-; ya dije yo que sucedería. Dije que terminarían abriéndolo, ese… como lo llaman, el comedor colectivo.

Hacía tiempo que a la tía Xemo la inquietaba la creación de comedores colectivos. Para ella no existía una desgracia mayor.

– ¿Y por qué os preocupáis? -gritó-. Que se inquiete ésa, que su marido es joven -la tía Xemo señaló a la nuera de Nazo-, pase, ¿pero vosotras? ¡Sois tontas!

La nuera de Nazo comenzó a sonreír y después, ante la sorpresa de todas, se tapó la boca con la mano y rompió a reír. Nazo le dio un codazo en la cadera.

Las mujeres se dispersaron. La abuela y la tía Xemo ascendieron con parsimonia la escalera de madera, hasta la segunda planta.

– ¡Qué han de escuchar nuestros oídos, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo.

– Ahí tienes, en cuanto te ponen el pie encima, eso es lo que hacen siempre los extranjeros. ¿No lo ves? Las mujeres no se atreven a asomarse a las ventanas porque los italianos sacan espejos del bolsillo y les hacen señas con el sol.

– Desde el día en que llegaron, se vio que eran unos golfos -dijo la tía Xemo-. He visto muchos ejércitos, pero nunca hubiera creído que los soldados pudieran oler a lavanda.

– Si sólo fuera eso, pase, pero lo que están haciendo allí -la abuela dirigió los ojos al campo del aeropuerto- no me gusta nada.

La otra suspiró.

– La guerra se nos viene encima, querida Selfixe.

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