Un viento frío y seco soplaba sin descanso desde las cumbres del norte. Escuchaba su aullido quedo y me venía a la cabeza la expresión «las palabras, se las lleva el viento», que había oído por la mañana. Últimamente me sucedía algo desconcertante. Palabras y frases que había oído cientos de veces comenzaron de pronto a adquirir un nuevo sentido. Las palabras se liberaban de su significado cotidiano. Las frases compuestas de dos o tres palabras se descomponían de modo torturante. Si oía decir: «me hierve la cabeza», mi mente, contra mi propia voluntad, se representaba de inmediato una cabeza cociéndose en una cazuela con judías. Las palabras poseían una energía determinada en su estado sólido, normal. Y ahora, cuando comenzaron a derretirse, a descomponerse, emitían una energía terrible. Me aterraba su proceso de descomposición. Trataba por todos los medios de impedirlo, pero me resultaba imposible. En mi cabeza reinaba un caos completo y las palabras bailaban una danza temerosa, lejos de toda lógica o realidad. Me mortificaban en particular expresiones como «sorberse el seso». A la tortura de imaginar a un hombre sosteniendo su propia cabeza entre las manos y devorando su interior, se sumaba la imposibilidad de concebir que alguien pudiera comerse su cabeza, cuando es de todos sabido que se come con la boca y la boca se encuentra irremisiblemente en la propia cabeza, en la misma condenada cabeza.
El lenguaje cotidiano, equilibrado y seguro hasta entonces, estaba de pronto convulsionado por la acción de un terremoto. Todo se derrumbaba, se quebraba, se fragmentaba.
Había penetrado en el reino de las palabras. Era una tiranía implacable. El mundo se llenó de gente que en lugar de cabeza tenía calabaza; otras cabezas daban vueltas en torno a sus soles; los ojos estallaban como cartuchos; a algunos se les congelaba la sangre como los helados; otros vagaban con la lengua seca y amojamada; otros tenían además manos metálicas (de oro o de plata); aquí y allá aparecía un pedazo de carne con ojos; la misma ciudad era presa de la fiebre (había presenciado cómo temblaban los cristales; incluso había visto su sudor color ceniza); alguien caminaba con las raíces arrancadas; otros, como enajenados, se hacían preguntas sin sentido: «¿Dónde tienes las orejas? ¿Dónde tienes los ojos?»; alguien intentaba comerse al vecino, pero no con los dientes, sino con los ojos; pintores desconocidos pintaban de negro la puerta de alguna casa o el destino de alguna muchacha (¿de dónde salían esos pintores, por qué lo hacían y por qué la gente le concedía tanta importancia al color negro o blanco de que estaba pintado su destino?); y por fin un buen día alguien aparecía traspasado por el amor como por una flecha lanzada por los indios del cine. El mundo se desmigaba ante mis ojos. Sin duda, en ese desmigamiento pensaba doña Pino cuando repetía la palabra «hecatombe».
Era uno de aquellos días en que el poder de las palabras llegaba a su apogeo. Observaba los tejados inclinados, esforzándome por comprender cómo podía traspasarle a uno el amor. ¿Dónde estaba? ¿De dónde salía antes de lanzarse para atravesar los corazones de los hombres? ¿Por qué no les hacía sangrar ni les producía heridas, cosa que con toda facilidad les habría causado el punzón más común? ¿Por qué sin embargo la gente se quejaba tanto de él, sobre todo cuando elegía sus víctimas entre las muchachas?