Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Terminó la comida. Por fin, la abuela cogió el alón del gallo, entornó los ojos y lo observó durante largo rato, volviendo hacia la luz unas veces un lado, otras el otro. Todos aguardábamos en silencio.

– Guerra -dijo de pronto la abuela con voz sorda-. Los extremos del hueso están encarnados. Guerra y sangre -y señaló con el dedo aquella parte del alón que anunciaba la guerra.

Nadie habló.

La abuela continuó su examen durante un buen rato.

– Guerra -volvió a decir y puso su mano derecha sobre mi cabeza, como protegiéndome del mal.

Acabada la comida, volví junto al montón de platos sucios, donde encontré el alón del gallo, y con él en la mano subí a la segunda planta de la casa, al salón. Me senté ante los altos ventanales y observé con atención aquel hueso delgado y trágico. Era una tarde de octubre. Fuera soplaba un viento seco. Sostenía en la mano el hueso frío y no era capaz de apartar los ojos de él. El hueso tenía color rojizo tirando a malva y unas veces parecía salpicado de pequeñas gotitas de sangre y otras como iluminado por los reflejos de un gran fuego.

Poco a poco se fue tornando rojo y, por fin, sobre su superficie no había ya pequeñas gotas de sangre, sino torrentes enteros que comenzaron a chorrear enrojeciéndolo todo.

Antes de que se adueñara de mí el sueño, con el hueso del gallo en la mano, vi una vez más los fuegos que ardían y llameaban en él y después, entre el humo, oí los primeros tambores que llamaban al combate.

Lo supe de inmediato, en cuanto entré en el patio. Margarita se había ido. No pregunté qué había sucedido, ni cómo había sucedido. El camino estaba desierto y los árboles del patio se iban quedando desnudos, has hojas revoloteaban con parsimonia sobre el cobertizo de los gitanos. Estaba un poco triste.

Pronto empezarían las verdaderas lluvias del otoño. Los árboles quedarían completamente desnudos y el viento aullaría a través de las rendijas. Aparecerían goteras en el techo justo bajo los lugares donde yo había pisado durante el verano, mientras el tabaco, las cerillas y el libro escrito en turco terminarían pudriéndose en la vieja buhardilla.

Susana vagaría de un lado a otro, leve y transparente, sin poder enterarse nunca de lo que le sucedió a un hombre llamado Macbeth, allá en la lejana Escocia. Si la próxima vez que fuera allí me dijeran que se había marchado junto con las cigüeñas, no me extrañaría lo más mínimo.

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