Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

– Esto de aquí es el nombre del autor, es decir, del que ha escrito el libro, y esto el título. Mucho me temo que ninguno de estos libros te guste.

Hurgué entre ellos durante un buen rato. La mayor parte de los títulos no tenía sentido.

– Dame ése que ha escrito uno que se llama Jung -le dije.

Javer soltó una carcajada..

– ¿Tú vas a leer a Jung?

– ¿Y por qué no? Escribe sobre la brujería, ¿no es eso?

Javer se echó a reír de nuevo. Me molestó y quise marcharme, pero no me dejó.

– Anda, coge algún otro -dijo-. A Jung no lo consigo entender ni yo. Además no está en albanés.

Me puse otra vez a hojear los libros, lo que volvió a llevarme un buen rato. Javer fumaba y silbaba. Finalmente encontré uno en cuya primera página leí las palabras «espíritu», «brujas», «asesino primero» e incluso «asesino segundo».

– Mira, me llevo éste -le dije sin mirar siquiera el título.

– ¿Macbeth? Es fuerte para ti.

– Quiero éste.

– Cógelo -dijo-, pero no me lo pierdas.

Me marché casi corriendo y empujé la puerta de la casa. Me admiraba el hecho de tener un libro en las manos. En nuestra enorme casa había toda clase de cosas: ollas de cobre, calderos, fuentes metálicas de todos los tamaños, artesas de madera y de piedra, ganchos de hierro, vigas, bolas de hierro (de una de ellas se decía que era un obús de cañón), dagas con el mango repujado, toneles, baúles antiguos, ruedas de molino, enorme variedad de cubos y de ganchos, recipientes para la cal, cántaros de cobre, cazos de café, cacharros de porcelana, baldes, un fusil de pedernal, infinidad de trastos viejos y asombrosos. Una sola cosa faltaba en nuestra casa: libros. Aparte de un descifrador de sueños todo avejentado y amarillo, no había ningún otro papel impreso.

Cerré la puerta y subí la escalera a toda prisa. En el salón no había nadie. Me senté junto a la ventana, abrí el libro y comencé a leer. Avanzaba muy despacio, sin entender prácticamente nada. Llegué a un cierto punto y volví de nuevo al principio. Algo comenzaba a captar. Tenía una enorme confusión en la cabeza. Oscurecía. Las letras se movían, tratando de salirse de los renglones. Me dolían los ojos.

Después de la cena me arrimé a la lámpara de petróleo y volví a abrir el libro. A la luz amarillenta de la lámpara, las letras resultaban atemorizantes.

– Ya has leído bastante -dijo mamá-. Ahora a dormir.

– Dormid vosotros, yo voy a leer.

– No -insistió ella-, no tenemos petróleo.

No lograba conciliar el sueño. El libro estaba allí cerca. Callado. Sobre el diván. Algo fino, muy fino. Sorprendente. En el interior de dos delgadas tapas de cartón se ocultaban ruidos, puertas, gritos, caballos, personas. Todos muy juntos. Aplastados unos contra otros. Reencarnados en pequeños signos negros. Cabellos, ojos, alaridos, llamadas, voces, uñas, pies, puertas, muros, sangre, barbas, cascos, órdenes. Sometidos, plenamente sometidos a los signos negros. Las letras corren a una velocidad endiablada, unas veces a un lado, otras a otro. Corren las aes, las efes, las equis, las y griegas, las leas. Se agrupan, crean el caballo o el granizo. Vuelven a correr. Es preciso componer el cuchillo, la noche, la muerte. Después el camino, la llamada, el silencio. Corred. Corred. Continuamente. Sin descanso.

Dormí un sueño muy turbio. Como si estuviera febril. A través del sueño percibía confusamente una especie de quejido constante que llegaba del exterior, un movimiento atormentado de las calles y de los edificios, como si la ciudad se rascara lentamente. Era el tormento de la metamorfosis. Las calles se hinchaban, se deformaban. Las paredes de las casas se ensanchaban convirtiéndose en los muros de un castillo escocés. Aquí y allá brotaban almenas tenebrosas.

Por la mañana, la ciudad parecía agotada por el esfuerzo. Había cambiado, aunque no tanto.

Estuve leyendo casi todo el día.

Anochecía. Miraba ensimismado al exterior. Los contornos de los muros y las fachadas de las casas eran más libres que nunca. Se podía esperar cualquier cosa de ellos ahora.

Por la calle de Varosh bajaba arrogante Aqif Kaxahu con sus dos hijos. Torció por nuestra calle. Doña Pino asomó la cabeza por la ventana y volvió a ocultarse. El portón majestuoso de Bido Sherif estaba abierto de par en par. Aqif Kaxahu se dirigía hacia allí. Estaba todo claro. Aquella era su noche. Bido Sherif salió personalmente a recibir al honorable invitado. La mujer de Bido Sherif se asomó a la ventana y volvió a ocultarse. Doña Pino hizo lo mismo. Los signos eran certeros. Aquif Kaxahu y sus herederos penetraron en el interior. El enorme portón se cerró con chirriar de hierros, resonar de trompetas.

– Has estado todo el día encerrado. Sal a jugar con tus amigos.

– Calla, abuela.

Yo esperaba escuchar el grito de muerte de Aqif Kaxahu. Todo se había cumplido ya sin duda. Una llamada. Otra más. Apareció en la ventana la mujer de Bido Sherif. Pretendía lavarse las manos ensangrentadas. Las sacudió. Se desprendió una nube de harina. Estaba ensangrentada.

La abuela me puso la mano en la frente.

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