Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Después de todos, adormilado, también yo decía «buenas noches» y entonces los viejos escalones crujían durante un rato, hasta que todo se tranquilizaba y quedaba envuelto por el sueño.

En ese momento se revitalizaban los techos de la casa. Los movimientos de los ratones, al comienzo tímidos y aislados, se volvían progresivamente más rápidos y arrojados, hasta transformarse en una horda incontenible que se trasladaba con estruendo de un extremo a otro del desván. A medida que transcurrían los minutos se iban pareciendo más a las hordas de Gengis Khan, que yo había visto en el cine. Ahora se agrupaban en las profundidades de Asia (Asia era el techo de Margarita). Sin duda se preparan. Un breve silencio. Según parece, Gengis Khan pronuncia un discurso. Señala con la mano hacia las fronteras de Europa (el techo del pasillo). Las hordas parten. El estruendo crece. Los techos crujen. Ya han traspasado las fronteras de Europa. El ruido alcanza su cénit. Los tenemos ya sobre nuestras cabezas. Terror. Destrucción. Seguidamente la horda toma otra dirección. De la lejana Asia llega un correo anunciando la rebelión de una tribu. La horda parte de nuevo en la dirección de donde vino. Vuelve a atravesar la frontera. Ya está en Asia. Tiene lugar allí una zarracina. Y debajo duerme Margarita. Gengis Khan debe cesar ya el ataque. ¿Es que no sabe que turba el sueño de Margarita? Pero él no hace caso. Cuando hay guerra no se duerme, grita. Y el combate prosigue.

Por la mañana, la abuela me puso la mano en la frente.

– Anoche hablabas en sueños -dijo-. ¿No tendrás fiebre?

– No.

Era el cuarto y último día de mi estancia allí. Después del desayuno me marché. De regreso a casa, llevando conmigo un pedazo enorme de empanada que la abuela me había envuelto cuidadosamente y el nombre de Margarita (la empanada la llevaba en la mano, el nombre de Margarita ni yo mismo sabía donde lo llevaba), vi a unos escolares que ascendían el camino de Varosh. Parecían muy turbados y tenían el rostro demudado. Por lo visto, su maestro, Qani Kakez, había vuelto a matar un gato durante la clase.

Ni en casa ni en el barrio había cambiado nada, pero en la llanura, al otro lado del río, estaba ocurriendo algo. Lo primero que saltaba a la vista era la desaparición de las vacas que habitualmente pastaban en aquel lugar. Además, estaban retirando los almiares de hierba. Unos cuantos camiones iban y venían por el llano. Por fin, poco a poco, alcanzaba a vislumbrarse algo. Una palabra nueva, completamente desconocida, creada a partir de las palabras «aire» y «puerto», se escuchaba aquí y allá. Por fin, todo se aclaró: en la llanura, del otro lado del río, a los pies de la ciudad, se estaba construyendo un aeropuerto.

Los transeúntes se detenían a menudo en las calles y callejas, se volvían hacia el río y observaban pensativos durante largo rato.

Había hecho su aparición un nuevo invitado. Era un invitado extraordinario, tendido en el llano, casi invisible. Si no hubieran quitado las vacas y los montones de hierba, quizá no se hubiera percibido siquiera su llegada. Sentía nostalgia de las vacas.

– ¿Y por qué se llama aeropuerto?

Los ojos grises de Javer quedaron pensativos.

– Porque es para los aeroplanos como un puerto, a través del cual entran en la ciudad.

Un invitado, ¿para bien o para mal? Había llegado boca abajo, sin ruido. Miles de ojos perplejos lo observaban sin acabar de entender su aparición. Tendido sobre la explanada en toda su longitud, incomprensible y peligroso, desde ese momento iba a perturbamos a todos.

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