De la planta baja llegó de nuevo un sonido de trompetas.
– Vete a ver el alambique que están sacando del sótano -dijo la abuela-. Yo no tengo valor para verlo.
Se había estado hablando varios días de la venta del formidable alambique de cobre. Parecía que habían llegado los mozos de cuerda. Al salir de la casa, el gran alambique lanzaba mensajes de despedida. Sonaban las trompetas.
Había caído la noche. La ciudad, repleta de pronto de almenas, nombres extraños y lechuzas, era negra.
– Te ha embobado ese libro -dijo la abuela-. Vete mañana a casa del
– Bien, iré.
Margarita.
Estaba muy cansado. Se me iba la cabeza sobre el alféizar de la ventana.
Al día siguiente partí a casa del abuelo. En cuanto crucé el Puente de las Disputas y tomé el camino de la fortaleza, la ciudad se liberó al instante de almenas y lechuzas. La última parte del trayecto la recorrí casi corriendo.
– ¿Dónde está Margarita? -pregunté a la abuela, que estaba haciendo tortas.
– ¿Qué quieres de Margarita? -dijo ella-. No preguntas siquiera cómo están el abuelo, los tíos y las tías, sino directamente: ¿dónde está Margarita?
– ¿Es que se ha ido?
– No, no se ha ido -dijo ella burlona y continuó amasando la harina, murmurando para sí.
– Estuve un buen rato dando vueltas por la casa y después, como no sabía qué hacer, subí al tejado, donde me gustaba pasar horas enteras, sentado sobre las inclinadas placas blancas, junto a la vieja buhardilla. Desde allí el mundo parecía distinto. Miraba un poste de teléfono medio podrido cuando de pronto me acordé de la caja que había llenado de tabaco, recogido de las colillas del abuelo, y que había escondido en el desván junto con un libro escrito en turco y una caja de cerillas con dos o tres fósforos dentro. Me encantaba fumar en lo alto del tejado con el libro turco de páginas amarillentas, como enfermas, sobre las rodillas.
Decidí fumarme un cigarrillo y fui hasta la ventana de la buhardilla; metí la mano entre los cristales rotos y llenos de polvo y saqué primero el libro, después la caja de tabaco y por fin las cerillas. La portada del libro estaba enmohecida y las hojas se habían pegado al mojarse. Arranqué un pedazo de la última y, aunque el tabaco me pareció también mohoso, lié un cigarrillo al modo en que yo sabía hacerlo, me lo puse en la boca y traté de encenderlo, pero la cerilla estaba húmeda y no prendía.
Volví a ponerlo todo encima de una viga ennegrecida dentro del desván y, mientras me sacudía el brazo que se me había llenado de polvo, tuve una nueva idea.
La vieja buhardilla quedaba sobre la habitación de Margarita. Antes, su ventana había iluminado el largo pasillo, pero luego una parte de éste fue convertido en habitación y el tragaluz dejó de tener utilidad.
La idea de poder observar lo que hacía Margarita me desentumeció. Quité los pedazos de cristal roto que quedaban, metí una pierna, apoyé la otra sobre una viga, después introduje todo el cuerpo bajo el tejadillo y comencé a bajar, agarrándome a las vigas que se extendían en todas direcciones. Un minuto después estaba sobre el techo de su habitación. Avancé lentamente para no hacer ruido y me tumbé boca abajo junto a una grieta. Arrimé un ojo y miré.
En el cuarto no había nadie.
¿Dónde estaría Margarita? La gran cama estaba cubierta por una colcha y sobre ella se veían prendas de ropa interior dobladas. Escuché un chapoteo y comprendí que se estaba lavando.
Esperé mucho tiempo hasta que salió del baño. Iba toda cubierta con un albornoz y tenía el cabello mojado y suelto. Se acercó al espejo, cogió el peine y comenzó a peinarse. Mientras lo hacía, cantaba en voz baja.
Después cogió la caja de polvos de la cómoda, la abrió ante sí y comenzó a hacer algo con la esponja.
Cuando se quitó el albornoz y se inclinó para coger la muda, cerré los ojos. Al abrirlos, los encajes parecían mariposas blancas que se posaban sobre su cuerpo formando ribetes en torno a las piernas, bajo las ingles, sobre el pecho, como las mariposas blancas de los prados que aparecen en primavera y que yo había perseguido a menudo sin lograr atrapar ninguna.
Mientras permanecía allí tumbado, en mi perturbación oí la voz de la abuela que me buscaba por la casa y tras ella la de la tía desde el fondo del patio. Me incorporé con cuidado y arrastrándome por las vigas volví a salir al tejado, para bajar después por el muro trasero de la casa.
– ¿Dónde estabas? -me interrogó la abuela-. ¿Cómo te has ensuciado así?
– En el tejado.
– ¿Y qué hacías en el tejado, hombre de Dios? Otra vez nos vas a llenar de goteras toda la casa.
– No, abuela, ando con cuidado.
– Anda, cuidadoso -respondió-. Ven a comer.
La abuela siempre olía a pan tierno y cuando tenía hambre me acordaba de ella, con su cuerpo pesado y blanco que hacía crujir quejumbrosamente las viejas maderas de la casa, como si dijeran: «Crac, crac, crac, nos aplastas, abuela querida, nos asfixias».