Читаем Crónica de la ciudad de piedra полностью

Durante las noches de invierno las hordas de ratones harían estragos sobre los techos. ¡Lucha, Gengis Khan! ¡Devástalo todo a tu paso! Más abajo de Asia ya no duerme nadie. Desierto. Desierto.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… su declaración. Durante la campaña de Polonia no lancé ningún ataque nocturno, dice Adolf Hitler. Bombardeé de día. Lo mismo hice en Noruega, en Bélgica y en Francia. De pronto, el señor Churchill bombardea Alemania durante la noche. Vosotros conocéis, camaradas, mi paciencia. Esperé ocho días. Volvió a bombardear y pensé: este hombre está loco. Esperé dos semanas. Mucha gente venía y me decía: Mein Führer, ¿cuánto vamos a esperar aún? Entonces di la orden: bombardear Inglaterra durante la noche. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Sesión 127 del proceso. Los Angoni contra los Karllashe. El cronista Xivo Gavo, quien ha descubierto la vieja crónica familiar de los Angoni, rehusa utilizarla para el esclarecimiento del litigio sobre los antiguos títulos de propiedad. El inventor de nuestra ciudad, Dino Chicho, se dispone a emprender un viaje a Hamburgo. Aprovechamos la ocasión para repudiar con desprecio el artículo de un periodista de Tirana titulado: «En vísperas de la guerra mundial, un loco intenta fabricar un invento para defender su ciudad». Ayer, nuestro conciudadano T.V. tomó treinta cafés. Ordeno el oscurecimiento obligatorio de la ciudad. El comandante de la guarnición, Bruno Arcivocale. Nacimientos, matrimonios, defunciones. Dh. Ka

<p>VI</p>

Regresaba de casa del babazoti. Me había quedado más tiempo de lo acostumbrado, pues era la última vez que iría ese año. Durante el invierno no iba casi nadie a casa del abuelo, pues la estación era muy cruda allí arriba y el viento cortaba dondequiera que soplara. Sólo papá se atrevía a cruzar aquel desierto para pedir dinero prestado.

Nada más entrar en casa, noté que algo había cambiado. Mamá y la abuela remendaban unas mantas viejas. Las ayudaba la nuera de Nazo.

– ¿Qué hacéis? -les pregunté.

– Es para tapar las ventanas por la noche -respondió la abuela-. Lo ha ordenado el gobierno.

– ¿Y por qué?

– Puede haber bombardeos. ¿No han avisado allá arriba?

Me encogí de hombros.

– Yo no sé nada.

– Van avisando casa por casa -insistió la abuela.

Resonó la puerta con estrépito.

– Xexo -dijo mamá.

Xexo subió la escalera.

– ¿Cómo estáis, queridas? -dijo jadeante-. ¿Haciendo cortinas? ¡Ay, qué desastre! ¡Ay, qué catástrofe! ¡Qué cosas tienen que ver nuestros ojos! ¡Qué cosas están viendo! ¡Enterrarse la gente entre trapos como en una tumba! Harilla Lluka ha salido de buena mañana llamando de puerta en puerta. Oscuridad, dice, que se haga la oscuridad.

– Oscuridad obligatoria -dijo la nuera de Nazo sin alzar los ojos de las mantas-. Así la llaman.

– Así se queden ciegos -dijo Xexo-. Que les llegue a todos el castigo de Vehip el Ciego.

No entendí a quiénes maldecía Xexo ni por qué.

Resonó nuevamente la puerta. Eran doña Pino y Nazo.

– ¿Os habéis enterado? -dijo la primera-. Dicen que también van a cegar las chimeneas. ¡Es la hecatombe!

– ¡Que lo tapen todo! -gritó Xexo-. Deja que tapen las chimeneas y que tapien las puertas; que tapen hasta los retretes, si quieren. Este mundo ya es una ruina, querida Pino. Se lo lleva el río.

– Una ruina -repitió doña Pino-. Apenas se celebra una boda a la semana. ¡Es la hecatombe!

– Echan las vacas de los prados, los cubren de cemento, ¿se puede aguantar todo esto, Selfixe querida? Y dicen que ha aparecido un tal Isuf, uno de barba roja, un tal Isuf Stalin, que los hará picadillo a todos.

– ¿Es musulmán ése? -preguntó Nazo.

Xexo calló por un instante.

– Musulmán -dijo después con firmeza.

– Estupendo -le respondió Nazo.

La conversación se sosegaba. Mientras Nazo charlaba con la abuela, Xexo dijo algo al oído a la joven esposa de Maksut, que respondió negativamente con la cabeza, sin levantar un instante los ojos de la manta. Xexo se golpeó la cara.

La conversación acabó apaciguándose. Hablaban ahora de dos en dos con voz monótona, a excepción de doña Pino y de la nuera de Nazo. Continuaron así largo rato.

– ¡Es la hecatombe! -dijo por centésima vez doña Pino, esta vez sin razón alguna y sin dirigirse a nadie. Seguidamente se levantó y se fue. Nazo y su nuera se fueron tras ella.

No resultaba difícil comprender que el barrio estaba inquieto. El abrir y cerrar de los postigos, el repiqueteo de las puertas, el silbido incesante del viento seco y hasta el modo en que las mujeres colgaban las sábanas en los tendederos expresaban el desasosiego general.

La gente no lograba acostumbrarse al enmascaramiento de la luz. A algunos les parecía ridículo; a la mayoría, carente de sentido; al resto, un mal agüero. La tercera noche, Bido Sherif arrancó la cortina encubridora, pero no había transcurrido mucho tiempo cuando desde la calle retumbó una voz brutal, cortante:

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